jueves, 10 de octubre de 2013

Introducción



             

           Si se pudiera establecer una equivalencia entre la duración de la vida de una persona y la duración de un día, la mañana, sería la infancia y la juventud; el mediodía sería la plenitud, cuando el sol está más alto; la tarde sería la madurez y la ancianidad ; la noche... la muerte, el periodo oscuro y misterioso que no sabemos qué esconde. Yo, con mis cincuenta años bien cumplidos, tengo la tarde sobre mí, y he llegado hasta aquí sin apenas enterarme, en un tren que parecía ir mucho más despacio. Ahora vivo bajo la amenaza de la depresión, los sofocos, la cistitis, el dolor de cabeza, el infarto de miocardio o el cáncer de mama. De todas formas, mi tarde sigue aún tan cerca del mediodía, que a veces mis sentidos se confunden y me hacen experimentar sensaciones que me arrastran al pasado como si fuera posible viajar en el tiempo. Entonces me lleno hasta el borde de vitalidad, y vuelvo a tener ilusiones otra vez, y pienso que todavía puedo comerme el mundo antes de que me coma a mí. Aunque por otra parte, me gustaría andar por esta tarde sin mirar atrás, más aún, me gustaría ir deshaciéndome de muchas cargas a medida que avanzo, pero no es fácil. Las cargas se adhieren como lapas, y su peso es la evidencia de que siguen estando ahí, siempre presionando, igual de amorfas e inútiles, obligándome a inclinarme. También sería bueno aceptar que hay unas cuantas guerras que perderé: contra la flacidez, las arrugas y el sobrepeso. Sin embargo, no creo que pueda rendirme aún... Ahora, dejaré escrito otro poquito de mi novela "Los Sueños Pródigos".

          Una vez dentro de casa, comprobaste que todo estaba en silencio. Con cuidado, te quitaste los zapatos y caminaste despacio en dirección al cuarto de invitados. Era mejor dormir allí porque de ese modo no despertarías a Enrique. Te desnudaste sin encender la luz y te acostaste. Apenas habían pasado un par de minutos cuando escuchaste a tu marido moverse en la cama. Después, unos pasos por la habitación; se había levantado... Te encogiste debajo de las sábanas y esperaste. Tenías los ojos cerrados, pero sabías que él te observaba desde la puerta. Podías sentir su presencia. Pasaron unos cuantos segundos más largos que otras veces. A ti te pareció desear que se acostara a tu lado, pero le escuchaste dirigirse de nuevo al dormitorio que compartíais, y tu pálido deseo pasó a ser una sombra incapaz de orientarse en la penumbra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario