lunes, 14 de octubre de 2013

Gaviotas negras




            Un nuevo naufragio cerca de la isla de Lampedusa (Italia) vuelve a producirse cuando aún no nos hemos recuperado de la tragedia ocurrida en estas mismas aguas hace poco más de una semana. Las impactantes imágenes que todavía sacuden hasta la última fibra de nuestro ser, nos hacen pedir una solución urgente y eficaz, capaz de poner fin a este holocausto que las oscuras aguas del Mediterráneo no cesan de provocar. La comisaria europea de interior, Cecilia Malmström, pide que la Agencia Europea para la Gestión  de Control de las Fronteras Exteriores (Frontex) defina los detalles para una operación de búsqueda y rescate en el mar desde Chipre a España con el fin de detectar y asistir a las barcas en dificultades. Además, ha pedido a los países del norte e África, en especial a Libia, que combatan las redes de tráfico de personas. Pero el mar es difícil de rastrear, y de nada servirá desmantelar las redes de tráfico porque surgirán otras en su lugar. La única solución está en mejorar de forma notable la calidad de vida en los países de origen; solo eso evitará las ganas de escapar. Porque todos sabemos que estar vivo no es lo mismo que vivir, y ellos también lo saben. Por eso no les importa ser tragados por las aguas, porque la miseria no es una opción. Sospecho que mientras escribo estas líneas en mi blog, muchos de estos hombres, mujeres y niños, cuentan sus ahorros para pagar una plaza en el barco de la muerte, y yo recordaré otra vez las palabras de John Donne cuando vea sus cadáveres sobre la arena."La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti".

            He rescatado un relato que hace tiempo que escribí y que hoy cobra un especial significado.

            Parecía representar la derrota y había huellas de viejas torturas en sus gestos. Ya no creía que sus sueños pudieran hacerse realidad, y a pesar de ello, los buscaba dentro de todas las botellas, como a los genios gordinflones que protagonizaban las historias que le contaron cuando todavía era un niño. Por ese motivo, se bebía cualquier cosa que le ayudara a disfrazar la realidad brutal que le caía encima, sin entender que le estaba vendiendo su alma al diablo a cambio de nada. Siempre me cruzaba con él al final de la tarde y en silencio, y siempre me seguía con sus ojos oscuros y cargados de reproches, sin poder evitar que un estremecimiento sacudiera mi espalda. Yo le miraba con cobardía, como se mira un peligro, un obstáculo que es conveniente evitar. Le había visto por primera vez el día que vino a pedirme trabajo. Entró en mi oficina con paso silencioso, arrastrando los pies con blandura, cargado de misterio y de ilegalidad. Me habló en un tono de voz desconocido y su nerviosismo le hacía equivocarse, confundir las formas, olvidar palabras imprescindibles. Me pareció hambriento y un poco enfermo, hasta pude sentir su temor al fracaso más que a la muerte que había dejado atrás, y que ya sería para siempre una herida en su alma. Necesitaba una excusa para rechazarlo y le pedí los papeles que sabía que no tenía. Me miró desde arriba como si reconociera a uno de sus príncipes y me habló de forma amable e impersonal, igual que le hablan los débiles a los poderosos; él era la criatura extraña que había penetrado en un paraíso ajeno.
               -No papeles -susurró mal.
               -Sin papeles no puedo darle trabajo.
               -Trabajo barato, mitad de dinero.
               -Lo siento. Arregle su situación y vuelva por aquí, quizá más adelante tenga algo para usted.
               El suelo del despacho, revestido de baldosas azules, parecía la superficie del mar, y él, una gaviota negra que se ahogaba. Las gaviotas negras no nadan, se hunden; no miran desde el cielo, lo hacen desde las profundidades. Algunas, como él, se dejan llevar por las malas corrientes para ser lanzadas a una vida fantasmagórica, muchas veces peor que la dejada atrás antes de iniciar el vuelo. Se marchó, pero volvió unos días más tarde. Me repitió que necesitaba trabajar y que lo haría por la mitad del dinero que pagaba a los otros, incluso menos.
                -La policía nos visita con frecuencia.
                -Yo esconder y policía no verme.
                -Ya le he explicado que sin papeles no puede ser.
                Me sorprendió con una sonrisa entristecida, un pequeño gesto de la boca que insinuaba la resignación a la que se había acostumbrado. Tanta humildad me molestó y me hizo sentir rechazo por él, pero también respeto y, sin explicarme por qué, de repente me importó la opinión que pudiera formarse sobre mí.
                 -Solo cumplo con mi deber. No puedo ayudarle, créame -dije mirando la oscuridad de aquellos ojos que ya me habían juzgado.
                 Se produjo un silencio cargado de rencor, pero los rasgos severos de su rostro seguían modelados por la misma sonrisa. Por un instante, traté de ponerme en su lugar y quise imaginar su lucha  por salir adelante. En mi cabeza, como si se tratara de la reproducción mental de una película, le vi vagando por la ciudad, entrando en otras empresas en demanda de un puesto de trabajo que otra vez le sería negado, escuchando las mismas mentiras grotescamente disfrazadas, para después decir mientras miraba con los ojos empañados por el cansancio como a mí en aquellos momentos:
                  -Yo comprendo.
                  Fue hacia la puerta negro, largo, ajeno... mientras sus dos palabras se desvanecían lentamente en el aire blanco. Yo le vi alejarse con la misma fría y cruel indiferencia de un niño que, solo por diversión, arranca las alas de una mariposa. Continuó yendo por el despacho durante algo más de un mes. Parecía un resucitado traído de su particular infierno en busca de una vida engañosa, poblada de símbolos engañosos: riqueza, seguridad, poder... un mundo adverso que ingenuamente creyó que le dejarían compartir. Yo escuchaba, como si no tuviera otra cosa que perder más que tiempo y paciencia, los mismos ruegos dichos con las mismas palabras que le salían siempre a tropezones con la esperanza de hacerse entender. Le escuchaba a la vez que miraba la miseria de sus ropas, su forma vacía y endurecida, la desesperación reflejada en su rostro y la guerra interior que mantenía en vano para ocultarla. Después, él se abandonaba como una estatua a la intemperie de mis palabras, que le caían encima con pesadez y tono definitivo mientras me llenaba de una lástima inútil. Solo daba en pago de las negativas una de aquellas sonrisas que le temblaban en la boca. Un día, todos sus ruegos murieron sin más. Pensé en la posibilidad de que hubiera encontrado trabajo en alguna parte; lo pensé y lo deseé con todas mis fuerzas. Sin embargo, apenas una semana después lo sorprendí sentado en un banco de la plaza. Ausente y perdido, lucía toda su soledad en un clímax de realidad insoportable. Al verme, se levantó con ademán majestuoso, aunque el sello de la tristeza en continua lucha con su fuerte carácter, seguía impreso en su semblante. Me acerqué a él y me ofreció sin rencor un cigarrillo.
                   -¿Ha encontrado trabajo?
                   Puso en mí los mismos ojos oscuros, aunque disminuidos por el fracaso, y sonrió como siempre lo hacía.
                   -Vamos, jefe. Tomemos copa usted y yo -dijo mostrándome el dinero para que viera que podía pagar.
                   -No, lo siento. Se me hace tarde y tengo prisa.
                   Guardamos silencio y pude sentir todo su odio. Durante unos segundo tuve miedo a la dureza que nunca se había atrevido a mostrarme, a su contenida necesidad de algún hecho infame.
                   -Todos ustedes gustan de cosas miserables -dijo al fin con los dientes apretados, sin apenas hueco para que pasaran las palabras.
                   -Las mismas que le han traído aquí -le increpé temblándome la voz y el espíritu.
                   Fue la última vez que hablamos, pero me castigaba cada tarde obligándome a cruzarme con él, imponiéndome su presencia a la vez que me miraba con expresión de censura y desprecio, como si se tratara de un discurso mudo que penetraba hasta lo más profundo de mi ser para obligarme a hacer examen de conciencia. Algún tiempo después, me sorprendió una noticia en el periódico que narraba la muerte de un inmigrante a causa de un disparo. El diario explicaba cómo la policía lo sorprendió mientras atracaba una joyería en el centro de la ciudad. Al parecer, se resistió cuando intentaron detenerlo, y en un momento dado, uno de los agentes creyó que iba a sacar un arma y disparó. Después de registrarle, solo le encontraron un paquete de cigarrillos casi acabado, unas cuantas monedas y un papel sucio y arrugado con la dirección de la empresa.
                    -Vino por aquí algunas veces a pedirme trabajo. Es lo único que puedo decirles, nada más -expliqué a la policía.
                    Cuando le recuerdo, me doy cuenta de que aquel hombre y yo no éramos tan diferentes. ¿Por qué lo creí entonces?, ¿porque su piel era negra y la mía blanca? No, fue la materia gris de mi cerebro la que nos diferenció. Ahora, muchas veces me pregunto cómo habría sido su vida de haber tenido las oportunidades que le negamos, y se me ocurre que quizá pudo ser un hombre de talento. Como escribió Baudelaire, "Más de una joya duerme amortajada en las tinieblas y el olvido". Pero él siempre será una gaviota negra que se atrevió a cruzar el mar sin apenas levantar el vuelo, y acabó varada en las arenas movedizas de la indiferencia.
                     Sigo pasando cada tarde por el mismo lugar donde nos cruzábamos y su ausencia aún me inquieta más que su presencia, y me parece notar otra vez aquella mirada más rápida que las palabras. Entonces camino deprisa para escapar del muerto que llevo en el corazón mientras no ceso de repetirme que... no soy culpable.

           

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