domingo, 9 de febrero de 2014

Con mala salud, pero fuera de peligro




        Si tomamos como referencia el 15 de Junio de 1.977 que fue la fecha de la celebración de las primeras elecciones democráticas desde antes de la Guerra Civil, diremos que la Democracia Española cumplió treinta y seis años el pasado verano, con lo cual, existe una generación ya en edad adulta que ha nacido en un país donde prevalecen los derechos y las libertades de todos los individuos, y muy alejado ya de regímenes autoritarios. Es por eso que me resulta tan absurdo seguir escuchando en boca de muchos políticos que nuestra Democracia está en peligro. Me parece ridículo y hasta ofende mi inteligencia que pretendan asustarnos como a niños cuando se les dice que viene el lobo. Ya basta. No traten de taparnos la boca sirviéndose de semejante amenaza cuando sabemos que es precisamente la conciencia de una Democracia firme, segura y establecida, lo que nos está ayudando a salir del pozo donde nos encontramos a pesar de que el agua nos llega al cuello. Yo siempre digo que sólo hay dos formas de hacer las cosas: bien o mal, y el ejercicio de la política es un trabajo como otro cualquiera. Ideologías y partidos políticos aparte, ustedes, señores políticos, trabajan para los demás como cualquier hijo de vecino, o sea, que tienen que producir, crear, o vender un producto... ¡Pues cumplan con su deber y háganlo bien sin recurrir a las amenazas! ¿Cómo? Les voy a dar una pista: no tomen por imbéciles a los consumidores. Cuando lleven a cabo su trabajo, tienen que hacerlo siempre desde el respeto, en la seguridad de que el consumidor sabe reconocer la calidad y valorarla. Además, esa persona anónima que les paga por el producto merece lo mejor. Con lo cuál, pónganse a trabajar y hagan las cosas como es debido, que para eso se les paga. ¡Joder!


jueves, 5 de diciembre de 2013

Otra forma de ver




      Una vez leí en alguna parte que hay que aprender a mirar con el corazón, pues lo esencial es invisible a los ojos. Cuando la tarde cae sobre ti, después de atravesar más de la mitad del día, tus sentidos parecen haberse impregnado durante el trayecto de la luz recibida, y ahora, en este periodo, se muestran relucientes y en todo su potencial antes de que el sol se ponga y comiencen a perder su esplendor. Yo he perseguido, unas veces con más éxito que otras, esa luz que alimentara mis sentidos porque era la única forma de ver con el corazón y, quizá por ese motivo, soy capaz de reconocer a un ángel cuando lo tengo delante. Mi carne está perdiendo su firmeza y los huesos comienzan a dolerme, pero ningún ángel se me escapa. La primera vez que me topé de frente con uno, debo confesar que no le vi porque aún me faltaba entrenamiento y le miré solo con los ojos; es más, su presencia me incomodó. Pero después de que nuestras miradas se cruzaran, y a medida que pasaron los minutos, aquel ser preso en un cuerpo deforme hasta sobrecoger, poseía una fuerza increíble, capaz de atraerme y atraparme para siempre en su campo magnético. Fue entonces cuando entendí que estaba ante alguien extraordinario, capaz de inspirar los sentimientos más extraordinarios: amor, generosidad, paz, satisfacción, alegría... Eso es un ángel, ¿no? Por ese motivo sus padres le han dedicado la vida entera, y me decían que ha sido una buena vida. En estos tiempos, y gracias a los avances de la ciencia y la técnica, los ángeles son detectados ya desde antes de nacer, y muchos de ellos, eliminados. Elegimos a nuestra pareja, a los amigos, lo que queremos ser en la vida y, al parecer, también a los hijos. Pero... ¡cuidado!, los ángeles no se eligen: ellos te eligen a ti. Por tanto, si les das la espalda, es posible que estés rechazando a los guardianes del paraíso.


                                                Guarda en tus manos
                                                lo que hoy te ofrece el aire,
                                                esta tibieza

                                                que ha de arder mañana
                                                cuando amanece el miedo.

                                                                                                           A. Campos Pámpano

martes, 26 de noviembre de 2013

Una nariz muy especial

Una nariz muy especial
Dicen que a Julio César lo que más le gustaba de Cleopatra era su nariz, y que es muy posible que de haber tenido un apéndice nasal poco atractivo, jamás se habría fijado en ella… y por absurdo que parezca, eso podría haber cambiado el curso de la historia. Imaginemos por un momento que la reina de Egipto era un adefesio, que también hay quien dice que lo era, y supongamos que el emperador romano hubiera pasado de largo al verla, ¿qué habría pasado? Pues es muy posible que César hubiera cambiado toda la estrategia militar ideada por su mente privilegiada, gracias a la cual, creó un imperio. Quizá ni siquiera habría existido ese imperio, o quizá sí, pero de otra manera. En cualquier caso, las circunstancias habrían sido distintas, y también distintos los muertos en la lucha. Así, si arrastramos otros hecho y a otras personas, ni se escribiría la historia de la humanidad que todos conocemos, ni la escribiríamos nosotros. Para bien o para mal, el presente que vivimos es solo posible porque se ha construido sobre un pasado intocable, donde ni siquiera el hecho más insignificante puede cambiar, ni la persona más anónima desaparecer. Así de importante es cada ser humano. Yo me pregunto cómo habría sido la otra historia, la que ahora se escribiría si Cleopatra hubiera tenido una nariz diferente. Pero no creo que hubiera sido mejor, solo de otra manera. Además, ¿qué clase de humanidad puede permitirse prescindir de Leonardo da Vinci, de Velázquez, de Shakespeare, de Einstein, de Fleming o de Miguel de Cervantes? Aunque también se habrían librado de Nerón, de Atila, de Hitler o Stalin. Por ese motivo, si volvemos la mirada al pasado, que solo sea para aprender de él. Es la única forma de no cometer los mismos errores. Así no descuidaremos el presente y, si es posible, mejoraremos el futuro

lunes, 11 de noviembre de 2013

Desmontando "Lo que el viento se llevó"





          Estos días se cumplen cien años del nacimiento de Vivien Leigh, la mítica actriz protagonista de la no menos mítica película Lo que el  viento se llevó. En mi modesta opinión, no es ni mucho menos  la mejor película de la historia del cine, hasta me atrevería a asegurar que ni siquiera se encuentra entre las diez más importantes. Sin embargo, no ha dejado de fascinar desde el día de su estreno allá por diciembre de 1.939. Desde entonces permanece en el pedestal de gloria cinematográfica por excelencia, y desde allí esparce su aura de leyenda alcanzado a todos aquellos que se han detenido al menos una vez en su vida a ver este drama amoroso marcado por la guerra de secesión norteamericana. ¿Por qué nos gusta tanto esta película? Para responder a esta pregunta, quizá habría que estudiar su historia, y no me refiero a la que se cuenta en la cinta, sino a cómo se gestó la criatura desde que solo era un proyecto hasta que vio la luz en un cine de Atlanta hace casi setenta y cinco años. En el verano de 1.936, se desata la fiebre literaria y dos fábricas trabajan veinticuatro horas al día imprimiendo ejemplares de la novela de Margaret Mitchell. En septiembre  ya se habían vendido más de 330.000 ejemplares, y uno de ellos fue a parar a las manos del productor David Oliver Selznick, que cayó rendido ante la historia. Sin embargo, las dudas se agolpan en su cabeza: no sabe si podrá comprar los derechos. Pero lo que más le preocupa es encontrar al guionista que sea capaz de resumir las 1.037 páginas de la novela sin dañar la historia, al director capaz de reflejar las pasiones que en ella se relatan y, sobre todo, debía encontrar a los actores capaces de hacer realidad esas pasiones. Toda América idolatra la novela, por eso sabe que la película solo puede ser amada u odiada, así que cualquier fallo o mala elección puede inclinar la balanza en un sentido o en el otro, sin término medio. Selznick era uno de los productores más poderosos de Hollywood, pero su empresa no dependía de sus decisiones, aunque presiona al consejo de administración y logra el visto bueno para la compra de los derechos por 50.000 dólares, que la escritora acepta. Todas las grandes productoras se mantuvieron al margen del proyecto, con lo cual, estamos hablando de cine independiente. Así fue como empezó la gran aventura de Selznick, seguramente la mayor de su carrera. Desde el principio tuvo claro que el protagonista debía ser Clark Gable, y que el director solo podía ser su compadre George Cukor, gran director de actrices que no tenía rival. En cuanto al guionista, se debatió entre los dos únicos que consideraba a la altura: Ben Hecht y Sidney Howard, optando por el último. Sin embargo, ni productor ni guionista conseguían ponerse de acuerdo a la hora de hacer recortes y eliminar aquellas partes de la historia consideradas prescindibles, debido a la diferencia de criterios. Y este era solo uno de los problemas; otro muy grave fue que Gable se negó a ser el protagonista. Al actor le horrorizaba decepcionar a todos los millones de personas que ya se habían formado su propia imagen de Rhett Butler. Solo consiguió convencerlo cuando le ofreció pagarle una prima de 50.000 dólares que Gable necesitaba para pagar el divorcio y poder casarse con su amada Carole Lombard. Después estaba el departamento de vestuario -había que crear 5.500 trajes-, exteriores, decorados... hasta hacer que el presupuesto ascendiera hasta 2.500.000 dólares, cantidad que el productor tenía previsto invertir en todos los títulos que su empresa rodaría ese año. Y por último, quedaba otro problema que Selznick no consideraba demasiado importante, ¿quién sería Escarlata? Durante 1.938 fueron entrevistadas 1.400 intérpretes y 400 llegaron a ponerse delante de una cámara. Paulette Goddar fue una de ellas y estuvo muy cerca de ser la elegida. Otra de las favoritas fue Bette Davis, pero ya estaba comprometida y había iniciado el rodaje de Jezabel, película también de tintes sureños. También se pensó en Katharine Hepburm, pero no se la consideraba lo bastante sexi, aunque de todas formas fue requerida para hacerle una prueba. Sin embargo, la temperamental actriz se negó alegando que a una actriz consagrada no se le hacen pruebas y que la llamaran solo para darle el papel. Otras actrices que pasaron por los estudios fueron Joan Fontaine, Claudette Colbert, Lana Turner o Joan Craufor, pero Escarlata seguía sin aparecer. No hubo problemas para elegir al resto del reparto y en seguida se decidió que Leslie Howard sería Aslhey. El actor británico odiaba el personaje, y solo la promesa de Selznick permitiéndole participar en la producción de intermezzo, logró convencerle. Para el personaje de Melania se intentó hacer una prueba a Joan Fontaine, pero la actriz dijo que le dieran el papel a la tonta de su hermana, y efectivamente, la contratada fue Olivia de Havillad. Así comenzó la gran rivalidad entre las dos hermanas, que han vivido siempre enfrentadas y cuyo distanciamiento llega hasta nuestros días. Se dice que si aún viven, es porque ninguna de las dos quiere ser la primera en morirse. Llegó la fecha de iniciar el rodaje y aún no se había decidido quién interpretaría a Escarlata. Selznick estaba desesperado y se decidió a rodar la escena del incendio. Mucha gente de los alrededores creyó que el fuego era auténtico y llamó a los bomberos, provocando que todo se complicara, y allí, en medio de aquel caos, apareció Myron, el hermano de Selznick con una pareja de actores recién llegados de Inglaterra. La belleza de Vivien Leigh resplandecía  a la luz de las llamas y así comenzó la leyenda. Su elección fue la más acertada, la mejor baza del productor, el pilar sobre el que se asentó el proyecto que iniciara aquel verano de 1.936, cuando decidió llevar a la pantalla la novela de Margaret Mitchell. Esto me lleva a creer que solo Selznick podía ser el productor, y que fueron sus decisiones inteligentes y acertadas las que lograron que Lo que el viento se llevó sea la película con más éxito de la historia del cine... aunque todo se puede mejorar. A mí, para empezar, no me gusta el título, que lo encuentro demasiado ñoño. Yo la habría titulado solamente Escarlata. Y sí, Vivien Leigh embrujó la cámara de Cukor, pero gracias a ese embrujo, pudo ocultar muchos errores de interpretación: demasiado expresiva en ocasiones, muy fría en otras, primeros planos donde sus gestos de niña mimosa no convencen en absoluto... El final de la película tampoco me gusta. Esa última escena de los dos, -Rhett, si te vas, ¿adónde iré yo? ¿Qué podré hacer? -Francamente, querida, eso no me importa. Puaf, un diálogo demasiado vulgar para una película épica. La realidad es que después de tantos años sigue despertando pasiones y jamás será indiferente a ninguna generación. El sacrificio que supuso para muchos de los que participaron en este proyecto no fue en vano. Sus vidas ya no volvieron a ser las mismas, en especial la de Vivien Leigh, que a pesar de haber llevado a cabo magníficas interpretaciones en otras películas, siempre se vieron ensombrecidas por su papel de Escarlata. Por otra parte, los celos profesionales de su marido Laurence Olivier, la hicieron muy desgraciada y acabaron con su matrimonio. Solo tenía cincuenta y tres años cuando murió. Escarlata sí supo enfrentarse a su destino, pero a Vivien Leigh se la llevó el viento.  

domingo, 3 de noviembre de 2013

Día de visita




            Juana la loca se negó a enterrar a su marido, fallecido en plena edad viril. La tercera hija de los Reyes Católicos vagó de pueblo en pueblo por los descampados de la meseta castellana, en un peregrinar nocturno y siempre llevando consigo el cuerpo muerto de su esposo, alumbrado por grandes hachones cuyas llamas oscilaban al viento mientras acampaba a cielo abierto, y ante la mirada atónita de todos aquellos que tuvieron ocasión de contemplar el macabro espectáculo. No había consuelo para ella y el dolor la llevó a la locura, y aunque nunca sería desposeída de sus títulos -reina propietaria de Castilla, Aragón, León, Nápoles y Sicilia-, su falta de razón fue la baza de la que se sirvió su hijo Carlos I para hundirla en el cautiverio durante más de medio siglo y ocupar su trono. Tal vez si a la reina Juana se le hubiera ocurrido pensar que aquel cuerpo junto al que vagaba ya no era su esposo, habría permitido su entierro y conservado la salud mental. Pero, ¿estamos en condiciones de juzgarla? ¿Es que no pecamos todos un poco de la misma locura? Nosotros enterramos a nuestros muertos por imposición legal y porque lo consideramos un deber cristiano. Sin embargo, ¿por qué vamos al cementerio si sabemos que allí no queda nada? No creo que nadie necesite ir para recordar a un ser querido, y se me ocurre que simplemente es una forma de consuelo. El dos de noviembre es el día de los difuntos, y son muchos los que aprovechan la festividad de Todos los Santos para llevar flores a los que se han ido y arreglar sus sepulturas. El cementerio no es extraño para nadie. Era apenas una adolescente cuando acompañaba a mi madre para poner unas flores sobre las tumbas de los abuelos. Siempre comprábamos un ramo de margaritas blancas en un puesto de la entrada, y caminábamos entre nichos alienados en bloques, entre losas viejas y gastadas diseminadas por la hierba, y entre panteones velados por imágenes de mármol; siempre en silencio y con cuidado, respetando el terreno de los muertos. Yo me detenía muchas veces a leer algunas de las inscripciones grabadas en la piedra: "A la memoria de mi amado hijo", " Tu esposa, hijos y nietos no te olvidan", " Siempre te recordaremos". Leía estas frases en ocasiones casi borradas por el desgaste del tiempo mientras pensaba en la persona que sepultaron bajo esa losa, y me preguntaba cómo abría sido su vida: si amó, sufrió o fue feliz. Ahora, soy yo quien va al cementerio a llevar flores a mis padres, y también me detengo a leer algunas inscripciones. La última vez, llamó especialmente mi atención una lápida reciente con la foto de la persona a la que habían dado sepultura. Se trataba de una joven muy hermosa y sentí una leve punzada de dolor. Y es que aunque la muerte siempre es triste, lo es mucho más cuando la persona tenía toda la vida por delante. Habían dejado un hermoso ramo de flores sobre su tumba con una tarjeta. Sé que no estuvo bien, pero fui incapaz de resistirme y moví un poco la pequeña cartulina para poder leerla. Decía, "Está siendo muy difícil vivir sin ti". Entonces dejé de pensar en ella para pensar en la persona que escribió esas palabras, y se me ocurre  que la desgracia no es de los que mueren, sino de los que se quedan. Me quedo allí, pensando en esa persona mientras recuerdo algunos versos del poema de Miguel Hernandez "Elegía a Ramón y Sijé".
          "No hay extensión más grande que mi herida,
          lloro mis desventuras y sus conjuntos
          y siento más tu muerte que mi vida."
 Después me dirigí despacio hacia la salida mientras dejaba atrás aque lugar para la piedra, para la tierra, para el polvo y... sí, también para el recuerdo, porque el olvido es la peor de las muertes.

jueves, 31 de octubre de 2013

El mayor deseo





          Cuando tu vida se encuentra en las tempranas horas matinales, o sea, durante la infancia, la forma de tus deseos está más y mejor definida de lo que nunca volverá a estarlo. Los niños saben bien lo que quieren y lo expresan sin dejarse intimidar por posibles consecuencias. Y están tan seguros de lo que piden o exigen, que es imposible negociar con ellos. Nunca se van a conformar, en todo caso, acabaran aceptando la negativa de los mayores porque son conscientes de la desventaja de su situación. Sin embargo, a medida que nos vamos haciendo adultos, cada vez que experimentamos un deseo, un sinfín de dudas nos asaltan sin piedad consiguiendo que nuestra fuerza se debilite, y con ella también nuestro deseo, llevándonos en muchas ocasiones a desistir. Un niño, con el poder de un adulto, conseguiría que todos sus deseos se cumplieran. A todos nos han negado algo alguna vez, en muchas ocasiones, con la vaga excusa de que era por nuestro bien. Pero aquel viejo deseo incumplido, siempre será una espinita en el corazón.


                                              UN VESTIDO DE ORGANDÍ AZUL



       Cuando vivía el general todas las niñas éramos viejas, por esa razón nunca nos mirábamos al espejo. Así no necesitábamos poner resistencia al ladrón invisible de la injusticia que nos robaba la edad. Igual que, a pesar de los reiterados pronósticos de una vida sin transcendencia, tampoco nos resistíamos a la torcida invitación de la pobreza. Cuando vivía el general, las casas no tenían balcones y los geranios no podían asomarse a la calle. Solo tenían pequeñas ventanas de madera pintada de gris descolorido, obligadas a permanecer cerradas para que no saliera la oscuridad, lo que no impedía la entrada sin licencia al frío afilado del invierno. Cuando vivía el general, las costumbres se vendían a granel y duraban para siempre. Nadie se atrevía a cambiarlas. Por el contrario, se las respetaba, incluso se las adoraba como a un dios pagano; a cambio, nos aseguraban una vida inocua. Cuando vivía el general, las muchachas buscaban marido. Los buscaban en todas partes: en los caminos, bajo los puentes, sobre los tejados, en los patios, en los pasillos...  Pasado el tiempo de la siembra, estos maridos se iban lejos y ellas hacían cola para tener niños con postillas que tiraban piedras a los perros. Y nos llenaban el aire con el olor impertinente de sus pucheros, y con sus risas excesivas que otras muchachas creían, porque después, ellas también buscaban marido. La calle donde vivía no tenía nombre de santo, ni de militar más propio para las avenidas. Tampoco de político reservado para otras calles principales, ni siquiera de artista, más utilizado en el barrio viejo. Y aun menos de conquistador, especialmente indicado para las plazas. La nuestra, era la calle de un tal Carlos Fernández Casado que nadie sabíamos quién era, y que después de muchos años, un día de casualidad, supe que se trataba de un ingeniero de caminos, distinguido por proyectar puentes basándose en no sé qué método. En el número cuarenta y cinco vivían Clara y su padre. Él era un hombre pequeño, que con voluntad y tristeza, trataba de construir con pocas y malas herramientas un mañana más venturoso que ofrecerle a la mujer que no tenía, la misma que se fue años atrás cansada de esperar ese mañana. Clara y yo éramos amigas. Las dos andábamos siempre juntas gastando el mismo pelaje y los mismos andares cuadriformes que nadie nos había enseñado. Lo que más nos gustaba era irnos hasta la estación del ferrocarril y ver llegar el tren. Clara escondía el deseo de ver regresar a su madre en uno de aquellos trenes cualquier día. Lo escondía sin saber que lo compartía conmigo, eso, y la resignación que insinuaban su mirada y su pequeña sonrisa cuando el tren se alejaba dejándola otra vez huérfana. En el treinta y ocho vivía con su hija un anciano menudo y gracioso al que se le acabó la vida antes que el tiempo, y al que le gustaba hacernos reír contándonos chistes del general. Un día, se sentó  en la puerta de su casa  a tomar el sol y se murió allí sentado sin que nadie lo advirtiera. Todos creyeron que estaba dormido y le olvidaron hasta la hora de la cena. Para entonces, el pobre viejo se había quedado hecho un cuatro debido al rigor mortis y no había forma de ponerlo derecho, así que hizo falta mucha fuerza para cerrar el ataúd… Una casa más arriba vivía una viuda con dos gatos tiñosos y desagradecidos, y un fantasma al que enseñó a espantar soledades. También recuerdo a Pedro, el muchacho algo retrasado que cuidaba vacas y hablaba con ellas porque eran los únicos seres que le escuchaban. Una tarde, Estrella, su favorita, se comió su chaleco de lana dejado sobre la hierba, y Pedro nunca más volvió a dirigirle la palabra. Al lado de la carpintería vivía una vieja de apariencia ridícula y echadora de cartas, que debido a los martillazos, se quejaba continuamente al carpintero. La vieja tenía mala fama en el vecindario porque se presentía una historia ilegal oculta en su memoria, por eso ningún vecino acudió nunca a su casa a pedirle que se inventara un futuro para él. Sí lo hacían las gentes de otros barrios cercanos, que  esperaban durante horas en una habitación reducida y oscura el turno de su sentencia. Manuela vivía en el número veintitrés, en una casa pequeña siempre al borde del derrumbe. Ella cambiaba los muebles de sitio cada día porque le parecía que así cambiaba de casa, pero con ello, lo que de verdad pretendía cambiar, era su mala suerte. Manuela estaba enferma de derrota. Lo había perdido todo y, cada noche, antes de dormir, olvidaba los rezos para contar sus penas al revés con la esperanza de que se volvieran alegrías.
               Una tarde, cuando caminaba por una calle que no era la mía, pasé delante de un escaparate donde un vestido de organdí azul, brillaba a través del cristal. Nadie me había prevenido contra la belleza y mis ojos se volvieron del revés. Después de esa tarde, me miraba cada media hora en el espejo, y me sentaba a esperar que me creciera el pelo, y quería abrir las ventanas, y adoptaba sueños huérfanos, vagos, sin futuro. Mi madre se preocupó tanto, que me regaba cada día con los mejores caldos. Pero eso no evitó que  languideciera, que me desgastara y me volviera borrosa como la imagen de una foto antigua. Tiene mal de amores, dijo una vecina que estaba siempre asomada a la ventana. Y era cierto. Yo amaba aquel vestido. Lo amaba con toda mi alma joven, con todo mi corazón virgen y con toda mi voluntad recién aprendida. Cada tarde tenía una cita con él. Me paraba todos los días a la misma hora delante de aquel escaparate de sueños improbables, y el tiempo se paraba conmigo. Y lo miraba. Y él también me miraba. Ambos nos mirábamos sin tocarnos a través del muro de cristal. No me marchaba de aquel lugar hasta llenarme con la carga ligera de un júbilo engañoso e inservible, que me esforzaba en alargar hasta el día siguiente. Pero una de aquellas tardes el tiempo pasó de largo…  ¡No estaba el vestido! Durante los días que siguieron, lloré su pérdida con lágrimas amarillas que me volvieron todavía más borrosa, tanto, que todos temieron que desapareciera. Y así pasaron tres semanas de intentos de renuncia, de aceptación definitiva de la realidad… hasta aquel mediodía del domingo de ramos. Los domingos eran siempre lentos, desconfiados, inseguros. Eran la insinuación de un tiempo soñado y prometido que caducaba antes de ser gastado. Nosotros preferíamos ignorarlos. Pero aquel no era un domingo cualquiera: era el domingo de ramos, y el mandamiento de la costumbre nos decía que debíamos estrenar la ropa de primavera. Yo estrené unas zapatillas rojas. Mi madre me las compró para no perderme en la luz –en la oscuridad todos somos invisibles–, y salí a la calle más creíble que otras veces.  Paso a paso caminé sobre la tierra arenosa y húmeda con cuidado, en el intento de alargar lo novedoso de aquellas zapatillas delatoras, gritonas, que no tardarían en ser viejas. Llamé a la puerta de Clara y casi enseguida me abrió su padre con su tristeza habitual, y su repetida decepción al comprobar que otra vez no era la persona que esperaba. Me dijo que Clara hacía rato que se había ido. Me extrañó. Los domingos, al salir a la calle, se dirigía a mi casa antes que a ningún otro sitio. Siempre daba dos golpes tímidos sobre la madera vieja y  siempre sabía que era ella, pero esta vez debió pasar frente a mi puerta sin detenerse. Bueno, me encogí de hombros y fui a buscarla. No fue necesario andar mucho porque allí, al final de la calle, estaba Clara y… llevaba puesto mi vestido de organdí azul. Entonces supe por qué no fue a buscarme. Yo le había hablado del vestido, de sus formas, de su brillo y de mi amor imposible por él. Un día, incluso la invité a verlo. No pareció gustarle. Solo lo miró unos segundos, insuficientes para recordarlo. Parecía una princesa que se hubiera equivocado de camino al regresar a palacio para encontrarse sin desearlo en un lugar impropio, fuera de los márgenes que limitaban su mundo conocido. En torno a ella se fue formando un círculo de caras: las de los niños con postillas, las de sus madres sin los maridos,  las de Manuela, y Pedro, y la echadora de cartas, y el carpintero, y mi madre, y los otros que no he nombrado. Todos eran resucitados que exigían una explicación por habérseles despertado de su sueño eterno y mostrado una realidad que se habían propuesto mantener oculta. A partir de ese día no habría oportunidad para el engaño, ni espacio suficiente para tantas formas de mentira indispensables. Todos la miraban. Eran un puñado de ojos que miraban con odio la belleza, conscientes de que jamás podrían poseerla, pero tampoco renunciar a ella, y eso les condenaba a perseguirla de por vida. Yo, que hacía tiempo que había despertado y, por tanto, comenzado a cumplir mi condena –esta cadena perpetua de deseos incumplidos–, no sabía qué sentir por Clara. No sabía si odiarla o compadecerla, así que opté por ambos sentimientos, y durante un minuto la odiaba y al siguiente la compadecía. Me esforzaba en no alejarme de allí, en no abandonarla definitivamente a la justicia de aquellos seres a los que había arrojado a la cara su miseria. Sin embargo, después de unos cuantos minutos de odio y compasión, me hice retroceder, y los otros también retrocedieron, y regresamos a nuestras casas para refugiarnos, para avergonzarnos en secreto, para idear un plan. Y fuimos las presas fáciles de una vida desesperanzada y absurda. Éramos los hijos de la trampa, los condenados a mirar siempre de lejos la tierra prometida, los residentes en la calle Carlos Fernández Casado, por donde nunca pasa la buena suerte. 

                                                          ********************

                                                                                                                      Marga Guiberteau


                                                             

domingo, 27 de octubre de 2013

El lado turbio.



      Al parecer, poco importa lo que se diga de ciertas personas si hace ya tiempo que murieron. Durante años, muchos secretos permanecen ocultos por diversas razones. A veces de estado, a veces para perseverar la imagen que tenemos del personaje, otras veces por miedo a represalias, y otras, simplemente por vergüenza. Se cuenta que la historia sobre el tartamudeo del rey George VI de Inglaterra llevaba más de veinte años escrita, pero su esposa Isabel, más conocida como la reina madre, pidió que no se publicara hasta su muerte, y eso que solo se trataba de un simple tartamudeo. Ahora vamos a ponernos en el caso de revelar el contenido de numerosos archivos personales que contienen información sobre el lado más turbio de muchos personajes conocidos. Lo último que he leído al respecto, es un artículo que se publicó en el suplemento de un periódico hace más de un mes sobre Fred Otash. Dice de él que era el detective mejor informado de Hollywood y que trabajó a las órdenes de estrellas como Lana Turner, Judy Garland o Bette Davis. Y hasta es posible que fuera la última persona que escuchó respirar a Marilyn Monroe. Ahora, veintiún años después de su muerte, todos los expedientes celosamente guardados, ven la luz y siembran la polémica al contar secretos que los astros del cine jamás hubieran permitido que se revelasen... ni siquiera después de muertos. Este detective era tan carismático como los actores y actrices que espiaba, y hasta sirvió de inspiración para crear el personaje de investigador privado que Jack Nicholson interpretó en Chinatown. Otash hizo confidencias tan indiscretas como que  en asuntos de alcoba, "Kennedy era un hombre de dos minutos", que Judy Garland guardaba un alijo de drogas en un agujero hecho en el colchón, que él colocó el puñal en la mano de la hija de Lana Turner para que la acusaran de la muerte del amante de su madre, que gracias a su sistema de vigilancia escuchó las conversaciones entre Rock Hudson y su esposa en las que ella le reprochaba su homosexualidad, y que a causa de los micrófonos colocados en casa de la actriz, pudo escuchar la fuerte discusión entre Marilyn, Lawford y Bobby Kennedy unas horas antes de que muriera. Y estas revelaciones podrían no ser las últimas. Esta clase de periodismo mueve miles de millones y yo me he preguntado muchas veces qué sentido tiene. ¿Por qué importa tanto la vida de los famosos? Primero los encumbramos y les damos la consideración de dioses, para después rebuscar entre sus vidas hasta descubrir  que no lo son. Entonces, nos convertimos en jueces y verdugos y los expulsamos del Olimpo, unas veces a fuerza de sufrir críticas atroces, y otras sumergiéndolos en el más profundo de los olvidos. La cuestión es que nunca debemos olvidar que son solo personas que sufren la misma condena que el resto de los mortales: la búsqueda constante de la felicidad. Todos, desde el primer momento del día hasta el último, cada cosa que hacemos, es siempre tratando de ser feliz, aunque lo hagamos de manera inconsciente. Desde la ducha que nos relaja nada más levantarnos, pasando por el café del desayuno, la elección del vestuario, la música que escuchamos en el coche cuando nos dirigimos al trabajo, la idea de que tal vez hoy sea el día que le conozcas, la esperanza de que tu trabajo le guste a todos, la llamada que harás para hablar con esa persona que te necesita y decirle que todo saldrá bien... Y al final, llegar a casa, prepararte una cena ligera, sentarte en tu sillón favorito y ver esa película que tanto te gusta. Habrá sido solo un día más, como cualquier otro, como el de ayer. Pero otra vez, has perseguido el fantasma de la felicidad. Ese fantasma escurridizo que siempre vamos a perseguir con la esperanza de alcanzarlo antes o después. Ellos también lo persiguieron cada día, y así, Kennedy, tal vez creyó que lo encontraría entre los brazos de una mujer hermosa, Lana Turner junto al hombre equivocado, Judy Garland dentro de un tubo de pastillas, y Rock Hudson junto a algún jovencito que le permitiera ejercer su sexualidad sin juzgarlo. Pero eran dioses, y los dioses, al igual que la mujer del César, no solo deben ser decentes, también han de parecerlo. Y todavía hoy se les sigue juzgando, cuando ya ni siquiera están aquí para defenderse, olvidando en muchas ocasiones la labor que realizaron. Es injusto que cuando se habla de Kennedy, la mayoría de nosotros pensemos solo en su relación con la exuberante  Marilyn, y olvidemos que ha sido uno de los mejores presidentes de los Estados Unidos, y que junto a su hermano Bobby gobernó con mucha inteligencia el tiempo que se lo permitieron. Y hasta es muy posible que nos libraran de una tercera guerra mundial gracias al saber hacer de los dos hermanos durante la crisis de los misiles de Cuba. Recordemos que todos ellos nos han prestado un servicio de alguna manera, un servicio que bien pudo significar un momento feliz del día.