sábado, 19 de octubre de 2013

El intruso




          Desde lejos vi cómo el semáforo se ponía en ámbar y aceleré, pero tras un breve cálculo mental, supe que no podría pasarlo y decidí frenar justo cuando se ponía en rojo. Los primeros días después de conseguir aprobar el carnet de conducir, me gustaba pararme en los semáforos porque me relajaba, pero con el tiempo, igual que le ocurre a casi todo el mundo, se fue convirtiendo en un inconveniente que muchas veces me pone de mal humor, en especial, cuando tengo prisa. Ayer había quedado con una amiga en una cafetería y llegaba tarde, algo imperdonable para mí que tanto valor concedo a la puntualidad. Por ese motivo, cuando tuve que detenerme en aquel dichoso semáforo, sentí que me llenaba de rabia y comencé a soltar una serie de tacos que nadie podía escuchar, pero que a mí me sirvieron de gran alivio. Después, ya más tranquila, giré la cabeza hacia un lado para distraerme mirando la gente que pasaba por la acera y una anciana llamó mi atención. Caminaba con dificultad y llevaba un bastón en una mano y una bolsa de la compra en la otra. Me dije que una persona tan anciana y limitada no debía andar sola por la calle y me pregunté por qué no la acompañaba alguien. Aunque tendemos a agruparnos, todos los seres humanos estamos solos ante la vida y ante la muerte. Incluso la persona que más y mejor te conoce, sabe muy poco de ti. Somos unos desconocidos los unos para los otros, y si no nos conocemos, estamos solos. Sin embargo, cuando se llega a la ancianidad, esta soledad que nos acompaña toda la vida, se recrudece y muchas de estas personas se entregan a ella mientras sienten que se les ha acabado el tiempo antes que la vida, y que ya no les queda otra cosa que esperar más que la muerte. Si conocéis a alguien en estas condiciones, alguien a quien ya se le ha acabado el tiempo, dadle un poco del vuestro para que su espera sea dulce y llevadera. Esta anciana que pasó junto a mi coche, me hizo recordar un relato que rescato de mi archivo y que expongo a continuación.

             El ruido que hacía la lluvia al estrellarse contra el pavimento empedrado de la plaza, se mezclaba con el originado por el vertiginoso ir y venir de los vehículos. Llovía a cántaros y un viento furioso torcía los chorros que caían del cielo negro y espeso, convirtiéndolos en látigos que azotaban los rostros de los pocos que se atrevían a estar en la calle. No servían los paraguas porque el viento los volvía al menor descuido y ni siquiera era posible guarecerse en los soportales, invadidos también por el temporal. Toda la ciudad había sido tomada por los elementos como si un improvisado ejército la hubiera elegido para acampar. Poco a poco, se fueron apagado los ruidos y se encendieron las farolas. Los coches que aún circulaban eran cada vez menos, y los últimos caminantes se daban prisa por abandonar las calles en busca de un refugio donde sentirse calientes y secos. La plaza se quedó sola, sola con su kiosco de la música, sus árboles, sus balcones y el mosaico de su pavimento por donde corría el agua en todas direcciones. Entonces, un bulto que avanzaba despacio surgió de entre las sombras. Era una mujer pequeña, algo encorvada. Recogía su cabello blanco en un moño sobre la nuca y llevaba en una mano el paraguas, y en la otra, un bolso que apretaba contra el pecho como si temiera que alguien fuera a quitárselo, y que debía ser casi tan viejo como ella. Indiferente ante el temporal, siguió avanzando sin prisas hasta llegar al lugar de su destino. Una vez allí, empujó la enorme puerta de cristal y desapareció en el interior.
             El pequeño hospital tenía vida propia. Las enfermeras, dentro de sus pulcros uniformes, caminaban de un lado para otro con decisión. Algunas empujaban un carrito repleto de instrumentos de tortura, otras, cargaban con las carpetas que contenían los expedientes de los enfermos. También las había que charlaban animadamente, conversación que interrumpían obligadas por el teléfono. El resto del personal, dormitaba delante de un pequeño televisor. Olía a desinfectante y a esperanza, y de cuando en cuando, algún enfermo envuelto en su bata, caminaba arrastrando los pies por el pasillo.
              Una anciana que parecía perdida se dirigió al mostrador de la entrada y esperó con paciencia a que la atendieran, pero pasaron unos pocos minutos sin que nadie apareciera por allí. Cansada de esperar, gritó llamando a la enfermera, pero en su lugar apareció un hombre joven y alto que le sonrió con amabilidad. El celador no le pidió que explicara las razones de su visita, solo le dirigió una mirada fugaz al mismo tiempo que abría un cajón y sacaba un papel que después puso sobre el mostrador.
               -Diga, señora: fecha de nacimiento.
               -No lo sé.
               El hombre la miró con cierta confusión.
               -¿No sabe qué día nació?
               La anciana bajó la cabeza avergonzada.
               -No estoy segura. Mi madre decía que aquel día llovía mucho, tanto como hoy.
               El celador sin saber qué decir se limitó a suspirar con paciencia. "Siempre me tocan a mí estos casos". Pensó.
               -Oiga joven, ¿qué importa el día que yo nací? -preguntó la anciana mirándole fijamente con sus vivos ojos que no parecían haber envejecido.
               -Es que tengo que rellenar este papel con sus datos antes de que el médico la examine.
               La mujer frunció el entrecejo consiguiendo que su rostro pareciera aún más arrugado.
               -¡Yo no estoy enferma! -exclamó golpeando la madera con el puño.
               El hombre levantó la cabeza y la miró extrañado.
               -Entonces, ¿por qué ha venido?
               -Porque hay un intruso en mi casa que me hace la vida imposible. Le he dicho más de una vez que se vaya, pero no me escucha -explicó la anciana más calmada, pero solo consiguió que la confusión del hombre aumentara.
                -Mire, señora: si un intruso se ha colado en su casa, debería ir a la policía; esto es un hospital.
                -¡Ya lo sé! ¿Se piensa que soy idiota?
                -Entonces...
                -Entonces resulta que ya he ido a la policía y ellos me han dicho que venga para acá y hable con el médico.
                Quedaron en silencio. El hombre la miró largamente al mismo tiempo que analizaba la situación, y decidió que lo mejor sería escucharla.
                 -El médico está viendo a otro paciente, pero si le parece bien, puede hablar conmigo mientras esperamos.
                 La anciana dudó unos segundos. El hombre no le inspiraba demasiada confianza.
                 -Está bien -dijo al fin a pesar de su recelo. -Le contaré lo que me ocurre.
                 La mujer respiró hondo y comenzó su relato.
                 -Ya le he dicho que hay alguien en mi casa viviendo sin mi permiso. Pues bien: se trata de un señor mayor. Tiene el cabello abundante y algo crecido, y un largo y fino bigote. Parece que se ha escapado de un retrato antiguo. Viste de uniforme, ¿sabes usted? La chaqueta es roja con botones dorados y el pantalón negro; parece uno de esos soldaditos de plomo. Es un traje muy bonito y le sienta divinamente, lo más seguro es que lo enterraran con él.
                 -Perdone, ¿qué ha dicho? -preguntó el hombre convencido de que no había escuchado bien.
                 La anciana lo miró con paciencia: No parecía muy espabilado.
                 -Le he dicho que lo más seguro es que lo enterraran con él -repitió despacio para asegurarse de que la entendía, y lo cierto es que comenzaba a entenderla.
                 -Ya, se trata de un fantasma.
                 -Naturalmente. Si estuviera vivo, ya me habría bastado yo solita para echarlo.
                 -Entiendo -dijo el hombre entre divertido y perplejo.
                 -Ya era hora, hijo mío. Mire joven, la cuestión es que desde que se coló en mi casa, no tengo paz: me cambia las cosas de sitio, me abre los grifos, me cierra las puertas y me esconde las llaves. Además, pasea continuamente por el salón y no me deja ver la tele porque dice que es un invento diabólico. Pero lo peor de todo es que nunca duerme, y pulula por mi habitación moviendo los frascos y los cristales de la lámpara para que me despierte. Y cuando le pregunto por qué no me deja dormir, se encoge de hombros y me dice que se aburre. ¿Qué le parece? ¿Cree que hay un remedio?
                 El celador se pasó ambas manos por la cabeza, como si de esa forma, tratara de ganar tiempo para pensar la respuesta.
                 -Verá... No se echa fácilmente a un fantasma, pero si le sirve de consuelo, le diré que vivir con uno es algo normal. Todos tenemos algún fantasma viviendo con nosotros.
                 La anciana abrió mucho los ojos.
                 -¿Es cierto lo que me dice? -preguntó sorprendida.
                 -Sí señora, puede estar segura. ¿Sabe cuál es la única solución?
                 El rostro de la mujer se iluminó.
                 -¿Cuál?
                 -Tratar de llevarse bien con él, así no la molestará tanto.
                 La anciana reflexionó unos segundos.
                 -¡Es cierto! -exclamó extrañada de que no se le hubiera ocurrido a ella. -No es usted tan tonto como parecía.
                 -Vaya, gracias -dijo el celador con una breve inclinación de cabeza.
                 -Ahora debo marcharme, se hace tarde y la noche está oscura.
                 -Es lo mejor.
                 El hombre se quedó allí, apoyado en el mostrador mientras la anciana se alejaba. Y no se movió hasta que desapareció por las escaleras en dirección a la calle.
                 -¿Qué quería esa vieja? -preguntó la enfermera.
                 -Que la ayudáramos a echar de su casa a un fantasma.
                 -¿Y qué le has dicho?
                 -Que trate de llevarse bien con él -respondió el celador con naturalidad.
                 -Has hecho lo correcto, así no volverá a molestarnos.
                 -Bueno, mi turno ha terminado y voy a cambiarme -dijo el hombre sonriendo a la vez que se frotaba las manos.
                 -¿Vas a pasar por la cafetería?
                 -No quiero entretenerme porque hace una noche muy mala y en casa es donde mejor se está. Además, cuando me retraso, Elvira se enfada.
                 -¿Tu mujer?
                 -No, mi fantasma.

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