jueves, 31 de octubre de 2013

El mayor deseo





          Cuando tu vida se encuentra en las tempranas horas matinales, o sea, durante la infancia, la forma de tus deseos está más y mejor definida de lo que nunca volverá a estarlo. Los niños saben bien lo que quieren y lo expresan sin dejarse intimidar por posibles consecuencias. Y están tan seguros de lo que piden o exigen, que es imposible negociar con ellos. Nunca se van a conformar, en todo caso, acabaran aceptando la negativa de los mayores porque son conscientes de la desventaja de su situación. Sin embargo, a medida que nos vamos haciendo adultos, cada vez que experimentamos un deseo, un sinfín de dudas nos asaltan sin piedad consiguiendo que nuestra fuerza se debilite, y con ella también nuestro deseo, llevándonos en muchas ocasiones a desistir. Un niño, con el poder de un adulto, conseguiría que todos sus deseos se cumplieran. A todos nos han negado algo alguna vez, en muchas ocasiones, con la vaga excusa de que era por nuestro bien. Pero aquel viejo deseo incumplido, siempre será una espinita en el corazón.


                                              UN VESTIDO DE ORGANDÍ AZUL



       Cuando vivía el general todas las niñas éramos viejas, por esa razón nunca nos mirábamos al espejo. Así no necesitábamos poner resistencia al ladrón invisible de la injusticia que nos robaba la edad. Igual que, a pesar de los reiterados pronósticos de una vida sin transcendencia, tampoco nos resistíamos a la torcida invitación de la pobreza. Cuando vivía el general, las casas no tenían balcones y los geranios no podían asomarse a la calle. Solo tenían pequeñas ventanas de madera pintada de gris descolorido, obligadas a permanecer cerradas para que no saliera la oscuridad, lo que no impedía la entrada sin licencia al frío afilado del invierno. Cuando vivía el general, las costumbres se vendían a granel y duraban para siempre. Nadie se atrevía a cambiarlas. Por el contrario, se las respetaba, incluso se las adoraba como a un dios pagano; a cambio, nos aseguraban una vida inocua. Cuando vivía el general, las muchachas buscaban marido. Los buscaban en todas partes: en los caminos, bajo los puentes, sobre los tejados, en los patios, en los pasillos...  Pasado el tiempo de la siembra, estos maridos se iban lejos y ellas hacían cola para tener niños con postillas que tiraban piedras a los perros. Y nos llenaban el aire con el olor impertinente de sus pucheros, y con sus risas excesivas que otras muchachas creían, porque después, ellas también buscaban marido. La calle donde vivía no tenía nombre de santo, ni de militar más propio para las avenidas. Tampoco de político reservado para otras calles principales, ni siquiera de artista, más utilizado en el barrio viejo. Y aun menos de conquistador, especialmente indicado para las plazas. La nuestra, era la calle de un tal Carlos Fernández Casado que nadie sabíamos quién era, y que después de muchos años, un día de casualidad, supe que se trataba de un ingeniero de caminos, distinguido por proyectar puentes basándose en no sé qué método. En el número cuarenta y cinco vivían Clara y su padre. Él era un hombre pequeño, que con voluntad y tristeza, trataba de construir con pocas y malas herramientas un mañana más venturoso que ofrecerle a la mujer que no tenía, la misma que se fue años atrás cansada de esperar ese mañana. Clara y yo éramos amigas. Las dos andábamos siempre juntas gastando el mismo pelaje y los mismos andares cuadriformes que nadie nos había enseñado. Lo que más nos gustaba era irnos hasta la estación del ferrocarril y ver llegar el tren. Clara escondía el deseo de ver regresar a su madre en uno de aquellos trenes cualquier día. Lo escondía sin saber que lo compartía conmigo, eso, y la resignación que insinuaban su mirada y su pequeña sonrisa cuando el tren se alejaba dejándola otra vez huérfana. En el treinta y ocho vivía con su hija un anciano menudo y gracioso al que se le acabó la vida antes que el tiempo, y al que le gustaba hacernos reír contándonos chistes del general. Un día, se sentó  en la puerta de su casa  a tomar el sol y se murió allí sentado sin que nadie lo advirtiera. Todos creyeron que estaba dormido y le olvidaron hasta la hora de la cena. Para entonces, el pobre viejo se había quedado hecho un cuatro debido al rigor mortis y no había forma de ponerlo derecho, así que hizo falta mucha fuerza para cerrar el ataúd… Una casa más arriba vivía una viuda con dos gatos tiñosos y desagradecidos, y un fantasma al que enseñó a espantar soledades. También recuerdo a Pedro, el muchacho algo retrasado que cuidaba vacas y hablaba con ellas porque eran los únicos seres que le escuchaban. Una tarde, Estrella, su favorita, se comió su chaleco de lana dejado sobre la hierba, y Pedro nunca más volvió a dirigirle la palabra. Al lado de la carpintería vivía una vieja de apariencia ridícula y echadora de cartas, que debido a los martillazos, se quejaba continuamente al carpintero. La vieja tenía mala fama en el vecindario porque se presentía una historia ilegal oculta en su memoria, por eso ningún vecino acudió nunca a su casa a pedirle que se inventara un futuro para él. Sí lo hacían las gentes de otros barrios cercanos, que  esperaban durante horas en una habitación reducida y oscura el turno de su sentencia. Manuela vivía en el número veintitrés, en una casa pequeña siempre al borde del derrumbe. Ella cambiaba los muebles de sitio cada día porque le parecía que así cambiaba de casa, pero con ello, lo que de verdad pretendía cambiar, era su mala suerte. Manuela estaba enferma de derrota. Lo había perdido todo y, cada noche, antes de dormir, olvidaba los rezos para contar sus penas al revés con la esperanza de que se volvieran alegrías.
               Una tarde, cuando caminaba por una calle que no era la mía, pasé delante de un escaparate donde un vestido de organdí azul, brillaba a través del cristal. Nadie me había prevenido contra la belleza y mis ojos se volvieron del revés. Después de esa tarde, me miraba cada media hora en el espejo, y me sentaba a esperar que me creciera el pelo, y quería abrir las ventanas, y adoptaba sueños huérfanos, vagos, sin futuro. Mi madre se preocupó tanto, que me regaba cada día con los mejores caldos. Pero eso no evitó que  languideciera, que me desgastara y me volviera borrosa como la imagen de una foto antigua. Tiene mal de amores, dijo una vecina que estaba siempre asomada a la ventana. Y era cierto. Yo amaba aquel vestido. Lo amaba con toda mi alma joven, con todo mi corazón virgen y con toda mi voluntad recién aprendida. Cada tarde tenía una cita con él. Me paraba todos los días a la misma hora delante de aquel escaparate de sueños improbables, y el tiempo se paraba conmigo. Y lo miraba. Y él también me miraba. Ambos nos mirábamos sin tocarnos a través del muro de cristal. No me marchaba de aquel lugar hasta llenarme con la carga ligera de un júbilo engañoso e inservible, que me esforzaba en alargar hasta el día siguiente. Pero una de aquellas tardes el tiempo pasó de largo…  ¡No estaba el vestido! Durante los días que siguieron, lloré su pérdida con lágrimas amarillas que me volvieron todavía más borrosa, tanto, que todos temieron que desapareciera. Y así pasaron tres semanas de intentos de renuncia, de aceptación definitiva de la realidad… hasta aquel mediodía del domingo de ramos. Los domingos eran siempre lentos, desconfiados, inseguros. Eran la insinuación de un tiempo soñado y prometido que caducaba antes de ser gastado. Nosotros preferíamos ignorarlos. Pero aquel no era un domingo cualquiera: era el domingo de ramos, y el mandamiento de la costumbre nos decía que debíamos estrenar la ropa de primavera. Yo estrené unas zapatillas rojas. Mi madre me las compró para no perderme en la luz –en la oscuridad todos somos invisibles–, y salí a la calle más creíble que otras veces.  Paso a paso caminé sobre la tierra arenosa y húmeda con cuidado, en el intento de alargar lo novedoso de aquellas zapatillas delatoras, gritonas, que no tardarían en ser viejas. Llamé a la puerta de Clara y casi enseguida me abrió su padre con su tristeza habitual, y su repetida decepción al comprobar que otra vez no era la persona que esperaba. Me dijo que Clara hacía rato que se había ido. Me extrañó. Los domingos, al salir a la calle, se dirigía a mi casa antes que a ningún otro sitio. Siempre daba dos golpes tímidos sobre la madera vieja y  siempre sabía que era ella, pero esta vez debió pasar frente a mi puerta sin detenerse. Bueno, me encogí de hombros y fui a buscarla. No fue necesario andar mucho porque allí, al final de la calle, estaba Clara y… llevaba puesto mi vestido de organdí azul. Entonces supe por qué no fue a buscarme. Yo le había hablado del vestido, de sus formas, de su brillo y de mi amor imposible por él. Un día, incluso la invité a verlo. No pareció gustarle. Solo lo miró unos segundos, insuficientes para recordarlo. Parecía una princesa que se hubiera equivocado de camino al regresar a palacio para encontrarse sin desearlo en un lugar impropio, fuera de los márgenes que limitaban su mundo conocido. En torno a ella se fue formando un círculo de caras: las de los niños con postillas, las de sus madres sin los maridos,  las de Manuela, y Pedro, y la echadora de cartas, y el carpintero, y mi madre, y los otros que no he nombrado. Todos eran resucitados que exigían una explicación por habérseles despertado de su sueño eterno y mostrado una realidad que se habían propuesto mantener oculta. A partir de ese día no habría oportunidad para el engaño, ni espacio suficiente para tantas formas de mentira indispensables. Todos la miraban. Eran un puñado de ojos que miraban con odio la belleza, conscientes de que jamás podrían poseerla, pero tampoco renunciar a ella, y eso les condenaba a perseguirla de por vida. Yo, que hacía tiempo que había despertado y, por tanto, comenzado a cumplir mi condena –esta cadena perpetua de deseos incumplidos–, no sabía qué sentir por Clara. No sabía si odiarla o compadecerla, así que opté por ambos sentimientos, y durante un minuto la odiaba y al siguiente la compadecía. Me esforzaba en no alejarme de allí, en no abandonarla definitivamente a la justicia de aquellos seres a los que había arrojado a la cara su miseria. Sin embargo, después de unos cuantos minutos de odio y compasión, me hice retroceder, y los otros también retrocedieron, y regresamos a nuestras casas para refugiarnos, para avergonzarnos en secreto, para idear un plan. Y fuimos las presas fáciles de una vida desesperanzada y absurda. Éramos los hijos de la trampa, los condenados a mirar siempre de lejos la tierra prometida, los residentes en la calle Carlos Fernández Casado, por donde nunca pasa la buena suerte. 

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                                                                                                                      Marga Guiberteau


                                                             

domingo, 27 de octubre de 2013

El lado turbio.



      Al parecer, poco importa lo que se diga de ciertas personas si hace ya tiempo que murieron. Durante años, muchos secretos permanecen ocultos por diversas razones. A veces de estado, a veces para perseverar la imagen que tenemos del personaje, otras veces por miedo a represalias, y otras, simplemente por vergüenza. Se cuenta que la historia sobre el tartamudeo del rey George VI de Inglaterra llevaba más de veinte años escrita, pero su esposa Isabel, más conocida como la reina madre, pidió que no se publicara hasta su muerte, y eso que solo se trataba de un simple tartamudeo. Ahora vamos a ponernos en el caso de revelar el contenido de numerosos archivos personales que contienen información sobre el lado más turbio de muchos personajes conocidos. Lo último que he leído al respecto, es un artículo que se publicó en el suplemento de un periódico hace más de un mes sobre Fred Otash. Dice de él que era el detective mejor informado de Hollywood y que trabajó a las órdenes de estrellas como Lana Turner, Judy Garland o Bette Davis. Y hasta es posible que fuera la última persona que escuchó respirar a Marilyn Monroe. Ahora, veintiún años después de su muerte, todos los expedientes celosamente guardados, ven la luz y siembran la polémica al contar secretos que los astros del cine jamás hubieran permitido que se revelasen... ni siquiera después de muertos. Este detective era tan carismático como los actores y actrices que espiaba, y hasta sirvió de inspiración para crear el personaje de investigador privado que Jack Nicholson interpretó en Chinatown. Otash hizo confidencias tan indiscretas como que  en asuntos de alcoba, "Kennedy era un hombre de dos minutos", que Judy Garland guardaba un alijo de drogas en un agujero hecho en el colchón, que él colocó el puñal en la mano de la hija de Lana Turner para que la acusaran de la muerte del amante de su madre, que gracias a su sistema de vigilancia escuchó las conversaciones entre Rock Hudson y su esposa en las que ella le reprochaba su homosexualidad, y que a causa de los micrófonos colocados en casa de la actriz, pudo escuchar la fuerte discusión entre Marilyn, Lawford y Bobby Kennedy unas horas antes de que muriera. Y estas revelaciones podrían no ser las últimas. Esta clase de periodismo mueve miles de millones y yo me he preguntado muchas veces qué sentido tiene. ¿Por qué importa tanto la vida de los famosos? Primero los encumbramos y les damos la consideración de dioses, para después rebuscar entre sus vidas hasta descubrir  que no lo son. Entonces, nos convertimos en jueces y verdugos y los expulsamos del Olimpo, unas veces a fuerza de sufrir críticas atroces, y otras sumergiéndolos en el más profundo de los olvidos. La cuestión es que nunca debemos olvidar que son solo personas que sufren la misma condena que el resto de los mortales: la búsqueda constante de la felicidad. Todos, desde el primer momento del día hasta el último, cada cosa que hacemos, es siempre tratando de ser feliz, aunque lo hagamos de manera inconsciente. Desde la ducha que nos relaja nada más levantarnos, pasando por el café del desayuno, la elección del vestuario, la música que escuchamos en el coche cuando nos dirigimos al trabajo, la idea de que tal vez hoy sea el día que le conozcas, la esperanza de que tu trabajo le guste a todos, la llamada que harás para hablar con esa persona que te necesita y decirle que todo saldrá bien... Y al final, llegar a casa, prepararte una cena ligera, sentarte en tu sillón favorito y ver esa película que tanto te gusta. Habrá sido solo un día más, como cualquier otro, como el de ayer. Pero otra vez, has perseguido el fantasma de la felicidad. Ese fantasma escurridizo que siempre vamos a perseguir con la esperanza de alcanzarlo antes o después. Ellos también lo persiguieron cada día, y así, Kennedy, tal vez creyó que lo encontraría entre los brazos de una mujer hermosa, Lana Turner junto al hombre equivocado, Judy Garland dentro de un tubo de pastillas, y Rock Hudson junto a algún jovencito que le permitiera ejercer su sexualidad sin juzgarlo. Pero eran dioses, y los dioses, al igual que la mujer del César, no solo deben ser decentes, también han de parecerlo. Y todavía hoy se les sigue juzgando, cuando ya ni siquiera están aquí para defenderse, olvidando en muchas ocasiones la labor que realizaron. Es injusto que cuando se habla de Kennedy, la mayoría de nosotros pensemos solo en su relación con la exuberante  Marilyn, y olvidemos que ha sido uno de los mejores presidentes de los Estados Unidos, y que junto a su hermano Bobby gobernó con mucha inteligencia el tiempo que se lo permitieron. Y hasta es muy posible que nos libraran de una tercera guerra mundial gracias al saber hacer de los dos hermanos durante la crisis de los misiles de Cuba. Recordemos que todos ellos nos han prestado un servicio de alguna manera, un servicio que bien pudo significar un momento feliz del día.
     

martes, 22 de octubre de 2013

Del mismo barro





          Hoy me apetece publicar un fragmento de mi segunda novela "Del mismo Barro". ¿De qué trata? De sentimientos. En esta novela pretendo demostrar que las personas nos movemos a través de ellos, que están presentes en todos los actos de nuestra vida y que el tiempo no puede cambiarlos. Hace doscientos años, la madre que perdía un hijo sufría de la misma forma que la madre que lo pierde hoy. Sí vamos cambiando las personas y adaptamos los sentimientos a nuestro ritmo de vida, pero están en nosotros de igual forma, provocando las mismas sensaciones, influyendo en nuestras decisiones, dando forma al pedazo de barro que somos.

          -Tú tienes algo, Dolores, algo que yo no puedo adivinarte, pero sé que lo tienes -dijo Justa sin dejar de machacar en el mortero.
            La otra mujer no respondió. Siguió en silencio mientras fregaba con fuerza el caldero.
         -A mí no me engañas. Cada vez que aprietas tanto el estropajo, sé que te pasa algo. ¿No ves mujer que ya son muchos años los que llevamos juntas?
          Dolores se detuvo unos segundos. Parecía no saber qué decir o cómo decirlo, en realidad, parecía no saber si tenía algo que decir.
          Anoche eran más de las once cuando vi al Vicente salir del cortijo, aunque la hora es lo de menos porque le gusta hacer una ronda antes de acostarse. Ya sabes como es, no puede dormir sin comprobar que todo está en orden. Pero como la noche se puso tan mala y tan oscura, me asomé a la puerta para ver si venía -hizo una pausa para respirar hondo antes de continuar. ¿Qué hacía mi marido en el cortijo a esas horas? Lo que tenga que despachar con la señora lo hace por la mañana.
           Justa dejó de machacar para mirar a su compañera.
          -Quizá tenía que tratar algún asunto con el señorito Alfredo.
         -¿A las once de la noche? Las dos sabemos dónde está el señorito Alfredo a esas horas. Y aunque estuviera en casa, algo que dudo, no se mete en el despacho tan tarde para tratar asuntos de la finca con su capataz.
           -También puede ser que tuviera que contarle algo urgente a doña Consuelo.
          Dolores guardó silencio unos momentos y volvió a fregar el caldero con fuerza. Parecía que junto con la suciedad deseara arrancar también sus pensamientos, quizá por considerarlos igual de sucios.
           -Me mintió, Justa. Cuando entró en casa, le pregunté porque había tardado tanto y me dijo que algunas ovejas se habían salido del redil.
             Justa no sabía qué decirle, pero hay silencios que saben a desdicha y es bueno cortarlos de una vez.
             -No se te habrá ocurrido pensar que tiene algo con la bruja...
          Dolores levantó la cabeza para mirarla y la otra mujer vio que otra vez, después de mucho tiempo, volvía a estar triste.
             -Muchas veces, durante estos ocho años, me he preguntado por qué fue tan fácil.
             -¿El qué?
           -Que le dieran al Vicente el puesto de capataz. Yo pensé que con suerte le darían algún trabajito en el finca, y eso si no lo denunciaban. Porque estoy segura de que enseguida sospecharon algo. Sin embargo, además de no denunciarlo, van y le dan el mejor puesto. Y fue cosa de ella, Justa, fue ella la que se anticipó a don Tomás y le dijo que estaba contratado.
           La cocinera vertió el contenido del mortero en el puchero y se sentó junto a la mesa.
           -Creo que deberías dejar que te descansara un poco la cabeza -dijo a modo de reprimenda, como si de ese modo restara importancia a las preocupaciones de su compañera.
           Dolores se sentó a su lado y le cogió las manos.
           -Nosotras somos amigas desde hace muchos años, y si tú supieras algo me lo dirías, ¿no es verdad?
           -Pero si no hay nada que saber, alma cándida. Lo que a ti te pasa es que quieres mucho al Vicente, y cuando se quiere mucho a alguien, siempre se tiene miedo a perderlo.
           Las dos mujeres quedaron en silencio mientras el final de la tarde las envolvía en un manto de penumbra. Para Dolores solo era una tarde más, para Justa, una menos.
           -Eso es cierto. Nunca olvidaré la noche que lo encontré en la cuesta de las encinas, cansado y carcomido por la guerra. Entonces no podía imaginar cuánto iba a quererlo y todo lo feliz que seríamos a pesar de la tristeza que siempre nos rodea. Es verdad que tenemos nuestras cosas: las frioleras de la convivencia, como cualquiera. Pero cuando hay cariño, enseguida todo se arregla y una es feliz. Entonces, la cabeza parece que no se entera de las penas, y si no se entera la cabeza, el corazón tampoco se entera.
            Mas silencio. Fuera, los últimos momentos de luz creaban su propia sinfonía, siempre la misma: el ruido que hace el viento suave al mover las ramas de los árboles con pereza fundido con el que hacen las bandadas de tordos que vuelan en dirección al horizonte si saber que nunca lo alcanzarán, el lamento de la tierra que las bestias castigan con sus pisadas, y las voces de unas cuantas almas que todavía tienen esperanza.
            -Tú sabes, Justa, que yo soy fuerte y que siempre he podido con todo, porque cuando hay salud, una tira con su pellejo y sale adelante. Pero si el Vicente me engaña, se me romperá el corazón, y eso no es como un dolor de piernas que al rato se te pasa.
            Justa se puso una mano en la frente como si fuera a tomarse la temperatura. Parecía cansada.
            -Yo no creo que te engañe, pero no puedes vivir con esa duda porque te volverás loca. Tienes que hablar con él.
            -¿Y crees que me lo diría?
            -Es posible que al principio, con la sorpresa, lo negase. Pero si es cierto que anda con esa bruja, y por lo que yo conozco al Vicente, más tarde o más temprano, te dirá la verdad. Es lo que haría un hombre como es debido.
            Dolores volvió a levantarse y de nuevo cogió el estropajo para continuar con su tarea. Justa la siguió con la mirada, pero guardó silencio. Estaba segura de que aún no lo había dicho todo.
            -Yo también sé que más tarde o más temprano me diría la verdad, por eso me da tanto miedo preguntárselo.
            -No puedo creer que el Vicente sea capaz de liarse con esa mujer. Me parece que los celos te están haciendo perder la razón -dijo Justa levantándose también, aunque tuvo que realizar un gran esfuerzo, como si necesitara tirar de su cuerpo.
            -Quizá descubrió que mi marido luchó con los rojos y le hace chantaje, o tal vez no. Mi madre decía que hay mujeres que vuelven locos a los hombres.
            -No creo que sea el caso, ¿tú has mirado bien a doña Consuelo?
            Las dos rieron unos segundos y las tensiones perdieron fuerza.
            -Sin embargo, hay que reconocer que tiene buena planta -dijo Dolores con voz cansada.
            -Sí, y tres metros de raíces bajo tierra -añadió Justa logrando que las dos volvieran a reír. 
            -Estas cosas solo se te ocurren a ti. No tienes remedio.
            -Pero cada vez se me ocurren menos. Una ya no tiene tantas ganas de risas como antes. ¿Te acuerdas de todo lo que nos reíamos cuando éramos jóvenes? Pero eso fue antes de la guerra, cuando todavía no teníamos penas ni estábamos tan cansadas. La vida es difícil para los que somos pobres, y el tiempo se pasa mientras se hace una vieja sin darse cuenta siquiera.
            Las dos callaron durante un rato, cada una rumiando sus pensamientos.
            -Ahora te toca a ti contármelo, Justa.
            -¿El qué?
            -Esa cosa que te pasa. Porque yo te conozco tanto como tú a mí, y sé que cuando machacas más de la cuenta en el mortero, es que algo te tiene en vilo.
             Justa la miró con los ojos hendidos de tristeza.
             -Enseguida te lo cuento -dijo al borde del llanto. -Pero antes voy a darle otra vuelta al puchero.

sábado, 19 de octubre de 2013

El intruso




          Desde lejos vi cómo el semáforo se ponía en ámbar y aceleré, pero tras un breve cálculo mental, supe que no podría pasarlo y decidí frenar justo cuando se ponía en rojo. Los primeros días después de conseguir aprobar el carnet de conducir, me gustaba pararme en los semáforos porque me relajaba, pero con el tiempo, igual que le ocurre a casi todo el mundo, se fue convirtiendo en un inconveniente que muchas veces me pone de mal humor, en especial, cuando tengo prisa. Ayer había quedado con una amiga en una cafetería y llegaba tarde, algo imperdonable para mí que tanto valor concedo a la puntualidad. Por ese motivo, cuando tuve que detenerme en aquel dichoso semáforo, sentí que me llenaba de rabia y comencé a soltar una serie de tacos que nadie podía escuchar, pero que a mí me sirvieron de gran alivio. Después, ya más tranquila, giré la cabeza hacia un lado para distraerme mirando la gente que pasaba por la acera y una anciana llamó mi atención. Caminaba con dificultad y llevaba un bastón en una mano y una bolsa de la compra en la otra. Me dije que una persona tan anciana y limitada no debía andar sola por la calle y me pregunté por qué no la acompañaba alguien. Aunque tendemos a agruparnos, todos los seres humanos estamos solos ante la vida y ante la muerte. Incluso la persona que más y mejor te conoce, sabe muy poco de ti. Somos unos desconocidos los unos para los otros, y si no nos conocemos, estamos solos. Sin embargo, cuando se llega a la ancianidad, esta soledad que nos acompaña toda la vida, se recrudece y muchas de estas personas se entregan a ella mientras sienten que se les ha acabado el tiempo antes que la vida, y que ya no les queda otra cosa que esperar más que la muerte. Si conocéis a alguien en estas condiciones, alguien a quien ya se le ha acabado el tiempo, dadle un poco del vuestro para que su espera sea dulce y llevadera. Esta anciana que pasó junto a mi coche, me hizo recordar un relato que rescato de mi archivo y que expongo a continuación.

             El ruido que hacía la lluvia al estrellarse contra el pavimento empedrado de la plaza, se mezclaba con el originado por el vertiginoso ir y venir de los vehículos. Llovía a cántaros y un viento furioso torcía los chorros que caían del cielo negro y espeso, convirtiéndolos en látigos que azotaban los rostros de los pocos que se atrevían a estar en la calle. No servían los paraguas porque el viento los volvía al menor descuido y ni siquiera era posible guarecerse en los soportales, invadidos también por el temporal. Toda la ciudad había sido tomada por los elementos como si un improvisado ejército la hubiera elegido para acampar. Poco a poco, se fueron apagado los ruidos y se encendieron las farolas. Los coches que aún circulaban eran cada vez menos, y los últimos caminantes se daban prisa por abandonar las calles en busca de un refugio donde sentirse calientes y secos. La plaza se quedó sola, sola con su kiosco de la música, sus árboles, sus balcones y el mosaico de su pavimento por donde corría el agua en todas direcciones. Entonces, un bulto que avanzaba despacio surgió de entre las sombras. Era una mujer pequeña, algo encorvada. Recogía su cabello blanco en un moño sobre la nuca y llevaba en una mano el paraguas, y en la otra, un bolso que apretaba contra el pecho como si temiera que alguien fuera a quitárselo, y que debía ser casi tan viejo como ella. Indiferente ante el temporal, siguió avanzando sin prisas hasta llegar al lugar de su destino. Una vez allí, empujó la enorme puerta de cristal y desapareció en el interior.
             El pequeño hospital tenía vida propia. Las enfermeras, dentro de sus pulcros uniformes, caminaban de un lado para otro con decisión. Algunas empujaban un carrito repleto de instrumentos de tortura, otras, cargaban con las carpetas que contenían los expedientes de los enfermos. También las había que charlaban animadamente, conversación que interrumpían obligadas por el teléfono. El resto del personal, dormitaba delante de un pequeño televisor. Olía a desinfectante y a esperanza, y de cuando en cuando, algún enfermo envuelto en su bata, caminaba arrastrando los pies por el pasillo.
              Una anciana que parecía perdida se dirigió al mostrador de la entrada y esperó con paciencia a que la atendieran, pero pasaron unos pocos minutos sin que nadie apareciera por allí. Cansada de esperar, gritó llamando a la enfermera, pero en su lugar apareció un hombre joven y alto que le sonrió con amabilidad. El celador no le pidió que explicara las razones de su visita, solo le dirigió una mirada fugaz al mismo tiempo que abría un cajón y sacaba un papel que después puso sobre el mostrador.
               -Diga, señora: fecha de nacimiento.
               -No lo sé.
               El hombre la miró con cierta confusión.
               -¿No sabe qué día nació?
               La anciana bajó la cabeza avergonzada.
               -No estoy segura. Mi madre decía que aquel día llovía mucho, tanto como hoy.
               El celador sin saber qué decir se limitó a suspirar con paciencia. "Siempre me tocan a mí estos casos". Pensó.
               -Oiga joven, ¿qué importa el día que yo nací? -preguntó la anciana mirándole fijamente con sus vivos ojos que no parecían haber envejecido.
               -Es que tengo que rellenar este papel con sus datos antes de que el médico la examine.
               La mujer frunció el entrecejo consiguiendo que su rostro pareciera aún más arrugado.
               -¡Yo no estoy enferma! -exclamó golpeando la madera con el puño.
               El hombre levantó la cabeza y la miró extrañado.
               -Entonces, ¿por qué ha venido?
               -Porque hay un intruso en mi casa que me hace la vida imposible. Le he dicho más de una vez que se vaya, pero no me escucha -explicó la anciana más calmada, pero solo consiguió que la confusión del hombre aumentara.
                -Mire, señora: si un intruso se ha colado en su casa, debería ir a la policía; esto es un hospital.
                -¡Ya lo sé! ¿Se piensa que soy idiota?
                -Entonces...
                -Entonces resulta que ya he ido a la policía y ellos me han dicho que venga para acá y hable con el médico.
                Quedaron en silencio. El hombre la miró largamente al mismo tiempo que analizaba la situación, y decidió que lo mejor sería escucharla.
                 -El médico está viendo a otro paciente, pero si le parece bien, puede hablar conmigo mientras esperamos.
                 La anciana dudó unos segundos. El hombre no le inspiraba demasiada confianza.
                 -Está bien -dijo al fin a pesar de su recelo. -Le contaré lo que me ocurre.
                 La mujer respiró hondo y comenzó su relato.
                 -Ya le he dicho que hay alguien en mi casa viviendo sin mi permiso. Pues bien: se trata de un señor mayor. Tiene el cabello abundante y algo crecido, y un largo y fino bigote. Parece que se ha escapado de un retrato antiguo. Viste de uniforme, ¿sabes usted? La chaqueta es roja con botones dorados y el pantalón negro; parece uno de esos soldaditos de plomo. Es un traje muy bonito y le sienta divinamente, lo más seguro es que lo enterraran con él.
                 -Perdone, ¿qué ha dicho? -preguntó el hombre convencido de que no había escuchado bien.
                 La anciana lo miró con paciencia: No parecía muy espabilado.
                 -Le he dicho que lo más seguro es que lo enterraran con él -repitió despacio para asegurarse de que la entendía, y lo cierto es que comenzaba a entenderla.
                 -Ya, se trata de un fantasma.
                 -Naturalmente. Si estuviera vivo, ya me habría bastado yo solita para echarlo.
                 -Entiendo -dijo el hombre entre divertido y perplejo.
                 -Ya era hora, hijo mío. Mire joven, la cuestión es que desde que se coló en mi casa, no tengo paz: me cambia las cosas de sitio, me abre los grifos, me cierra las puertas y me esconde las llaves. Además, pasea continuamente por el salón y no me deja ver la tele porque dice que es un invento diabólico. Pero lo peor de todo es que nunca duerme, y pulula por mi habitación moviendo los frascos y los cristales de la lámpara para que me despierte. Y cuando le pregunto por qué no me deja dormir, se encoge de hombros y me dice que se aburre. ¿Qué le parece? ¿Cree que hay un remedio?
                 El celador se pasó ambas manos por la cabeza, como si de esa forma, tratara de ganar tiempo para pensar la respuesta.
                 -Verá... No se echa fácilmente a un fantasma, pero si le sirve de consuelo, le diré que vivir con uno es algo normal. Todos tenemos algún fantasma viviendo con nosotros.
                 La anciana abrió mucho los ojos.
                 -¿Es cierto lo que me dice? -preguntó sorprendida.
                 -Sí señora, puede estar segura. ¿Sabe cuál es la única solución?
                 El rostro de la mujer se iluminó.
                 -¿Cuál?
                 -Tratar de llevarse bien con él, así no la molestará tanto.
                 La anciana reflexionó unos segundos.
                 -¡Es cierto! -exclamó extrañada de que no se le hubiera ocurrido a ella. -No es usted tan tonto como parecía.
                 -Vaya, gracias -dijo el celador con una breve inclinación de cabeza.
                 -Ahora debo marcharme, se hace tarde y la noche está oscura.
                 -Es lo mejor.
                 El hombre se quedó allí, apoyado en el mostrador mientras la anciana se alejaba. Y no se movió hasta que desapareció por las escaleras en dirección a la calle.
                 -¿Qué quería esa vieja? -preguntó la enfermera.
                 -Que la ayudáramos a echar de su casa a un fantasma.
                 -¿Y qué le has dicho?
                 -Que trate de llevarse bien con él -respondió el celador con naturalidad.
                 -Has hecho lo correcto, así no volverá a molestarnos.
                 -Bueno, mi turno ha terminado y voy a cambiarme -dijo el hombre sonriendo a la vez que se frotaba las manos.
                 -¿Vas a pasar por la cafetería?
                 -No quiero entretenerme porque hace una noche muy mala y en casa es donde mejor se está. Además, cuando me retraso, Elvira se enfada.
                 -¿Tu mujer?
                 -No, mi fantasma.

jueves, 17 de octubre de 2013

Tiempo de cine





           El otoño siempre viene cargado de numerosos estrenos cinematográficos, y no es casualidad que las mejores películas se reserven para esta época del año. Me atrevería a asegurar que los directores de cine guardan durante meses sus películas en un cajón, a la espera de que finalice el verano para permitir que sus criaturas vean la luz. La razón: los Oscar. Si estrenas tu película el último trimestre del año, permanece más tiempo en la memoria de los miembros de la Academia, y eso favorece la nominación a los codiciados premios. Y sí, ya tenemos película de Oscar, y hasta es posible que sea la gran ganadora en la próxima edición de los premios más importantes de la industria cinematográfica. Estoy hablando de "El Mayordomo". La película nos cuenta la historia de un afroamericano que trabaja de mayordomo en la Casa Blanca durante treinta años al servicio de siete presidentes. Su experiencia arranca durante el mandato de Eisenhower y finaliza durante la presidencia de Ronald Reagan, con lo cual, el argumento resulta de lo más atractivo. No menos interesante es la lista de actores y actrices de reconocido prestigio encabezada por Forest Whitaker, que ya ganó un Oscar por meterse en la piel del dictador Idi Amin. Su compañera de reparto es la siempre sorprendente Oprah Winfrey, la poderosa estrella de la televisión, que a sus cincuenta y nueve años hace frente a este nuevo reto y lo hace con buena nota. Los siguen en la lista Vanessa Redgrave, Robin Willians, Jane Fonda, John Cusack, Liev Schreiber, Cuba Gooding JR., Lenny Kravitz, Mariah Carey, Terrence Howard, David Oyelowo, Yaya Alafia, James Marsden, Minka Kelly y Alan Rickman. El reparto es espectacular y algunas de estas estrella pasan por la pantalla solo unos pocos minutos, pero dejan su huella. La película repasa treinta años de la historia más reciente de los Estados Unidos vista a través de los ojos de un personaje sencillo, insignificante, un testigo mudo que, sin embargo, nadie que se cruce en su camino, ni siquiera los presidentes, pueden ignorar. A mí me ha gustado, pero le he encontrado algunas fisuras. En primer lugar, y a pesar de que dura dos horas, los treinta años pasan demasiado deprisa, haciendo solo rápidas paradas en todos los hechos históricos de esas tres décadas y en los problemas familiares del protagonista, para dejar un poco de lado el trabajo de este hombre en la Casa Blanca. ¡Sirvió la mesa de siete presidentes! Para ser sinceros, a mí me parece que este mayordomo se calla mucho. Por otra parte, me fastidia que no se deje pasar la ocasión para hacer una vez más propaganda norteamericana, esa debilidad tan trillada del cine de Hollywood empeñado en hacer más grandes a los grandes, y elevar unos centímetros a los pequeños. En cualquier caso, merece la pena darse una vuelta por el cine y disfrutar de esta película. Hasta la próxima entrada y que la fuerza os acompañe.


     

lunes, 14 de octubre de 2013

Gaviotas negras




            Un nuevo naufragio cerca de la isla de Lampedusa (Italia) vuelve a producirse cuando aún no nos hemos recuperado de la tragedia ocurrida en estas mismas aguas hace poco más de una semana. Las impactantes imágenes que todavía sacuden hasta la última fibra de nuestro ser, nos hacen pedir una solución urgente y eficaz, capaz de poner fin a este holocausto que las oscuras aguas del Mediterráneo no cesan de provocar. La comisaria europea de interior, Cecilia Malmström, pide que la Agencia Europea para la Gestión  de Control de las Fronteras Exteriores (Frontex) defina los detalles para una operación de búsqueda y rescate en el mar desde Chipre a España con el fin de detectar y asistir a las barcas en dificultades. Además, ha pedido a los países del norte e África, en especial a Libia, que combatan las redes de tráfico de personas. Pero el mar es difícil de rastrear, y de nada servirá desmantelar las redes de tráfico porque surgirán otras en su lugar. La única solución está en mejorar de forma notable la calidad de vida en los países de origen; solo eso evitará las ganas de escapar. Porque todos sabemos que estar vivo no es lo mismo que vivir, y ellos también lo saben. Por eso no les importa ser tragados por las aguas, porque la miseria no es una opción. Sospecho que mientras escribo estas líneas en mi blog, muchos de estos hombres, mujeres y niños, cuentan sus ahorros para pagar una plaza en el barco de la muerte, y yo recordaré otra vez las palabras de John Donne cuando vea sus cadáveres sobre la arena."La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti".

            He rescatado un relato que hace tiempo que escribí y que hoy cobra un especial significado.

            Parecía representar la derrota y había huellas de viejas torturas en sus gestos. Ya no creía que sus sueños pudieran hacerse realidad, y a pesar de ello, los buscaba dentro de todas las botellas, como a los genios gordinflones que protagonizaban las historias que le contaron cuando todavía era un niño. Por ese motivo, se bebía cualquier cosa que le ayudara a disfrazar la realidad brutal que le caía encima, sin entender que le estaba vendiendo su alma al diablo a cambio de nada. Siempre me cruzaba con él al final de la tarde y en silencio, y siempre me seguía con sus ojos oscuros y cargados de reproches, sin poder evitar que un estremecimiento sacudiera mi espalda. Yo le miraba con cobardía, como se mira un peligro, un obstáculo que es conveniente evitar. Le había visto por primera vez el día que vino a pedirme trabajo. Entró en mi oficina con paso silencioso, arrastrando los pies con blandura, cargado de misterio y de ilegalidad. Me habló en un tono de voz desconocido y su nerviosismo le hacía equivocarse, confundir las formas, olvidar palabras imprescindibles. Me pareció hambriento y un poco enfermo, hasta pude sentir su temor al fracaso más que a la muerte que había dejado atrás, y que ya sería para siempre una herida en su alma. Necesitaba una excusa para rechazarlo y le pedí los papeles que sabía que no tenía. Me miró desde arriba como si reconociera a uno de sus príncipes y me habló de forma amable e impersonal, igual que le hablan los débiles a los poderosos; él era la criatura extraña que había penetrado en un paraíso ajeno.
               -No papeles -susurró mal.
               -Sin papeles no puedo darle trabajo.
               -Trabajo barato, mitad de dinero.
               -Lo siento. Arregle su situación y vuelva por aquí, quizá más adelante tenga algo para usted.
               El suelo del despacho, revestido de baldosas azules, parecía la superficie del mar, y él, una gaviota negra que se ahogaba. Las gaviotas negras no nadan, se hunden; no miran desde el cielo, lo hacen desde las profundidades. Algunas, como él, se dejan llevar por las malas corrientes para ser lanzadas a una vida fantasmagórica, muchas veces peor que la dejada atrás antes de iniciar el vuelo. Se marchó, pero volvió unos días más tarde. Me repitió que necesitaba trabajar y que lo haría por la mitad del dinero que pagaba a los otros, incluso menos.
                -La policía nos visita con frecuencia.
                -Yo esconder y policía no verme.
                -Ya le he explicado que sin papeles no puede ser.
                Me sorprendió con una sonrisa entristecida, un pequeño gesto de la boca que insinuaba la resignación a la que se había acostumbrado. Tanta humildad me molestó y me hizo sentir rechazo por él, pero también respeto y, sin explicarme por qué, de repente me importó la opinión que pudiera formarse sobre mí.
                 -Solo cumplo con mi deber. No puedo ayudarle, créame -dije mirando la oscuridad de aquellos ojos que ya me habían juzgado.
                 Se produjo un silencio cargado de rencor, pero los rasgos severos de su rostro seguían modelados por la misma sonrisa. Por un instante, traté de ponerme en su lugar y quise imaginar su lucha  por salir adelante. En mi cabeza, como si se tratara de la reproducción mental de una película, le vi vagando por la ciudad, entrando en otras empresas en demanda de un puesto de trabajo que otra vez le sería negado, escuchando las mismas mentiras grotescamente disfrazadas, para después decir mientras miraba con los ojos empañados por el cansancio como a mí en aquellos momentos:
                  -Yo comprendo.
                  Fue hacia la puerta negro, largo, ajeno... mientras sus dos palabras se desvanecían lentamente en el aire blanco. Yo le vi alejarse con la misma fría y cruel indiferencia de un niño que, solo por diversión, arranca las alas de una mariposa. Continuó yendo por el despacho durante algo más de un mes. Parecía un resucitado traído de su particular infierno en busca de una vida engañosa, poblada de símbolos engañosos: riqueza, seguridad, poder... un mundo adverso que ingenuamente creyó que le dejarían compartir. Yo escuchaba, como si no tuviera otra cosa que perder más que tiempo y paciencia, los mismos ruegos dichos con las mismas palabras que le salían siempre a tropezones con la esperanza de hacerse entender. Le escuchaba a la vez que miraba la miseria de sus ropas, su forma vacía y endurecida, la desesperación reflejada en su rostro y la guerra interior que mantenía en vano para ocultarla. Después, él se abandonaba como una estatua a la intemperie de mis palabras, que le caían encima con pesadez y tono definitivo mientras me llenaba de una lástima inútil. Solo daba en pago de las negativas una de aquellas sonrisas que le temblaban en la boca. Un día, todos sus ruegos murieron sin más. Pensé en la posibilidad de que hubiera encontrado trabajo en alguna parte; lo pensé y lo deseé con todas mis fuerzas. Sin embargo, apenas una semana después lo sorprendí sentado en un banco de la plaza. Ausente y perdido, lucía toda su soledad en un clímax de realidad insoportable. Al verme, se levantó con ademán majestuoso, aunque el sello de la tristeza en continua lucha con su fuerte carácter, seguía impreso en su semblante. Me acerqué a él y me ofreció sin rencor un cigarrillo.
                   -¿Ha encontrado trabajo?
                   Puso en mí los mismos ojos oscuros, aunque disminuidos por el fracaso, y sonrió como siempre lo hacía.
                   -Vamos, jefe. Tomemos copa usted y yo -dijo mostrándome el dinero para que viera que podía pagar.
                   -No, lo siento. Se me hace tarde y tengo prisa.
                   Guardamos silencio y pude sentir todo su odio. Durante unos segundo tuve miedo a la dureza que nunca se había atrevido a mostrarme, a su contenida necesidad de algún hecho infame.
                   -Todos ustedes gustan de cosas miserables -dijo al fin con los dientes apretados, sin apenas hueco para que pasaran las palabras.
                   -Las mismas que le han traído aquí -le increpé temblándome la voz y el espíritu.
                   Fue la última vez que hablamos, pero me castigaba cada tarde obligándome a cruzarme con él, imponiéndome su presencia a la vez que me miraba con expresión de censura y desprecio, como si se tratara de un discurso mudo que penetraba hasta lo más profundo de mi ser para obligarme a hacer examen de conciencia. Algún tiempo después, me sorprendió una noticia en el periódico que narraba la muerte de un inmigrante a causa de un disparo. El diario explicaba cómo la policía lo sorprendió mientras atracaba una joyería en el centro de la ciudad. Al parecer, se resistió cuando intentaron detenerlo, y en un momento dado, uno de los agentes creyó que iba a sacar un arma y disparó. Después de registrarle, solo le encontraron un paquete de cigarrillos casi acabado, unas cuantas monedas y un papel sucio y arrugado con la dirección de la empresa.
                    -Vino por aquí algunas veces a pedirme trabajo. Es lo único que puedo decirles, nada más -expliqué a la policía.
                    Cuando le recuerdo, me doy cuenta de que aquel hombre y yo no éramos tan diferentes. ¿Por qué lo creí entonces?, ¿porque su piel era negra y la mía blanca? No, fue la materia gris de mi cerebro la que nos diferenció. Ahora, muchas veces me pregunto cómo habría sido su vida de haber tenido las oportunidades que le negamos, y se me ocurre que quizá pudo ser un hombre de talento. Como escribió Baudelaire, "Más de una joya duerme amortajada en las tinieblas y el olvido". Pero él siempre será una gaviota negra que se atrevió a cruzar el mar sin apenas levantar el vuelo, y acabó varada en las arenas movedizas de la indiferencia.
                     Sigo pasando cada tarde por el mismo lugar donde nos cruzábamos y su ausencia aún me inquieta más que su presencia, y me parece notar otra vez aquella mirada más rápida que las palabras. Entonces camino deprisa para escapar del muerto que llevo en el corazón mientras no ceso de repetirme que... no soy culpable.

           

jueves, 10 de octubre de 2013

Introducción



             

           Si se pudiera establecer una equivalencia entre la duración de la vida de una persona y la duración de un día, la mañana, sería la infancia y la juventud; el mediodía sería la plenitud, cuando el sol está más alto; la tarde sería la madurez y la ancianidad ; la noche... la muerte, el periodo oscuro y misterioso que no sabemos qué esconde. Yo, con mis cincuenta años bien cumplidos, tengo la tarde sobre mí, y he llegado hasta aquí sin apenas enterarme, en un tren que parecía ir mucho más despacio. Ahora vivo bajo la amenaza de la depresión, los sofocos, la cistitis, el dolor de cabeza, el infarto de miocardio o el cáncer de mama. De todas formas, mi tarde sigue aún tan cerca del mediodía, que a veces mis sentidos se confunden y me hacen experimentar sensaciones que me arrastran al pasado como si fuera posible viajar en el tiempo. Entonces me lleno hasta el borde de vitalidad, y vuelvo a tener ilusiones otra vez, y pienso que todavía puedo comerme el mundo antes de que me coma a mí. Aunque por otra parte, me gustaría andar por esta tarde sin mirar atrás, más aún, me gustaría ir deshaciéndome de muchas cargas a medida que avanzo, pero no es fácil. Las cargas se adhieren como lapas, y su peso es la evidencia de que siguen estando ahí, siempre presionando, igual de amorfas e inútiles, obligándome a inclinarme. También sería bueno aceptar que hay unas cuantas guerras que perderé: contra la flacidez, las arrugas y el sobrepeso. Sin embargo, no creo que pueda rendirme aún... Ahora, dejaré escrito otro poquito de mi novela "Los Sueños Pródigos".

          Una vez dentro de casa, comprobaste que todo estaba en silencio. Con cuidado, te quitaste los zapatos y caminaste despacio en dirección al cuarto de invitados. Era mejor dormir allí porque de ese modo no despertarías a Enrique. Te desnudaste sin encender la luz y te acostaste. Apenas habían pasado un par de minutos cuando escuchaste a tu marido moverse en la cama. Después, unos pasos por la habitación; se había levantado... Te encogiste debajo de las sábanas y esperaste. Tenías los ojos cerrados, pero sabías que él te observaba desde la puerta. Podías sentir su presencia. Pasaron unos cuantos segundos más largos que otras veces. A ti te pareció desear que se acostara a tu lado, pero le escuchaste dirigirse de nuevo al dormitorio que compartíais, y tu pálido deseo pasó a ser una sombra incapaz de orientarse en la penumbra.