martes, 22 de octubre de 2013

Del mismo barro





          Hoy me apetece publicar un fragmento de mi segunda novela "Del mismo Barro". ¿De qué trata? De sentimientos. En esta novela pretendo demostrar que las personas nos movemos a través de ellos, que están presentes en todos los actos de nuestra vida y que el tiempo no puede cambiarlos. Hace doscientos años, la madre que perdía un hijo sufría de la misma forma que la madre que lo pierde hoy. Sí vamos cambiando las personas y adaptamos los sentimientos a nuestro ritmo de vida, pero están en nosotros de igual forma, provocando las mismas sensaciones, influyendo en nuestras decisiones, dando forma al pedazo de barro que somos.

          -Tú tienes algo, Dolores, algo que yo no puedo adivinarte, pero sé que lo tienes -dijo Justa sin dejar de machacar en el mortero.
            La otra mujer no respondió. Siguió en silencio mientras fregaba con fuerza el caldero.
         -A mí no me engañas. Cada vez que aprietas tanto el estropajo, sé que te pasa algo. ¿No ves mujer que ya son muchos años los que llevamos juntas?
          Dolores se detuvo unos segundos. Parecía no saber qué decir o cómo decirlo, en realidad, parecía no saber si tenía algo que decir.
          Anoche eran más de las once cuando vi al Vicente salir del cortijo, aunque la hora es lo de menos porque le gusta hacer una ronda antes de acostarse. Ya sabes como es, no puede dormir sin comprobar que todo está en orden. Pero como la noche se puso tan mala y tan oscura, me asomé a la puerta para ver si venía -hizo una pausa para respirar hondo antes de continuar. ¿Qué hacía mi marido en el cortijo a esas horas? Lo que tenga que despachar con la señora lo hace por la mañana.
           Justa dejó de machacar para mirar a su compañera.
          -Quizá tenía que tratar algún asunto con el señorito Alfredo.
         -¿A las once de la noche? Las dos sabemos dónde está el señorito Alfredo a esas horas. Y aunque estuviera en casa, algo que dudo, no se mete en el despacho tan tarde para tratar asuntos de la finca con su capataz.
           -También puede ser que tuviera que contarle algo urgente a doña Consuelo.
          Dolores guardó silencio unos momentos y volvió a fregar el caldero con fuerza. Parecía que junto con la suciedad deseara arrancar también sus pensamientos, quizá por considerarlos igual de sucios.
           -Me mintió, Justa. Cuando entró en casa, le pregunté porque había tardado tanto y me dijo que algunas ovejas se habían salido del redil.
             Justa no sabía qué decirle, pero hay silencios que saben a desdicha y es bueno cortarlos de una vez.
             -No se te habrá ocurrido pensar que tiene algo con la bruja...
          Dolores levantó la cabeza para mirarla y la otra mujer vio que otra vez, después de mucho tiempo, volvía a estar triste.
             -Muchas veces, durante estos ocho años, me he preguntado por qué fue tan fácil.
             -¿El qué?
           -Que le dieran al Vicente el puesto de capataz. Yo pensé que con suerte le darían algún trabajito en el finca, y eso si no lo denunciaban. Porque estoy segura de que enseguida sospecharon algo. Sin embargo, además de no denunciarlo, van y le dan el mejor puesto. Y fue cosa de ella, Justa, fue ella la que se anticipó a don Tomás y le dijo que estaba contratado.
           La cocinera vertió el contenido del mortero en el puchero y se sentó junto a la mesa.
           -Creo que deberías dejar que te descansara un poco la cabeza -dijo a modo de reprimenda, como si de ese modo restara importancia a las preocupaciones de su compañera.
           Dolores se sentó a su lado y le cogió las manos.
           -Nosotras somos amigas desde hace muchos años, y si tú supieras algo me lo dirías, ¿no es verdad?
           -Pero si no hay nada que saber, alma cándida. Lo que a ti te pasa es que quieres mucho al Vicente, y cuando se quiere mucho a alguien, siempre se tiene miedo a perderlo.
           Las dos mujeres quedaron en silencio mientras el final de la tarde las envolvía en un manto de penumbra. Para Dolores solo era una tarde más, para Justa, una menos.
           -Eso es cierto. Nunca olvidaré la noche que lo encontré en la cuesta de las encinas, cansado y carcomido por la guerra. Entonces no podía imaginar cuánto iba a quererlo y todo lo feliz que seríamos a pesar de la tristeza que siempre nos rodea. Es verdad que tenemos nuestras cosas: las frioleras de la convivencia, como cualquiera. Pero cuando hay cariño, enseguida todo se arregla y una es feliz. Entonces, la cabeza parece que no se entera de las penas, y si no se entera la cabeza, el corazón tampoco se entera.
            Mas silencio. Fuera, los últimos momentos de luz creaban su propia sinfonía, siempre la misma: el ruido que hace el viento suave al mover las ramas de los árboles con pereza fundido con el que hacen las bandadas de tordos que vuelan en dirección al horizonte si saber que nunca lo alcanzarán, el lamento de la tierra que las bestias castigan con sus pisadas, y las voces de unas cuantas almas que todavía tienen esperanza.
            -Tú sabes, Justa, que yo soy fuerte y que siempre he podido con todo, porque cuando hay salud, una tira con su pellejo y sale adelante. Pero si el Vicente me engaña, se me romperá el corazón, y eso no es como un dolor de piernas que al rato se te pasa.
            Justa se puso una mano en la frente como si fuera a tomarse la temperatura. Parecía cansada.
            -Yo no creo que te engañe, pero no puedes vivir con esa duda porque te volverás loca. Tienes que hablar con él.
            -¿Y crees que me lo diría?
            -Es posible que al principio, con la sorpresa, lo negase. Pero si es cierto que anda con esa bruja, y por lo que yo conozco al Vicente, más tarde o más temprano, te dirá la verdad. Es lo que haría un hombre como es debido.
            Dolores volvió a levantarse y de nuevo cogió el estropajo para continuar con su tarea. Justa la siguió con la mirada, pero guardó silencio. Estaba segura de que aún no lo había dicho todo.
            -Yo también sé que más tarde o más temprano me diría la verdad, por eso me da tanto miedo preguntárselo.
            -No puedo creer que el Vicente sea capaz de liarse con esa mujer. Me parece que los celos te están haciendo perder la razón -dijo Justa levantándose también, aunque tuvo que realizar un gran esfuerzo, como si necesitara tirar de su cuerpo.
            -Quizá descubrió que mi marido luchó con los rojos y le hace chantaje, o tal vez no. Mi madre decía que hay mujeres que vuelven locos a los hombres.
            -No creo que sea el caso, ¿tú has mirado bien a doña Consuelo?
            Las dos rieron unos segundos y las tensiones perdieron fuerza.
            -Sin embargo, hay que reconocer que tiene buena planta -dijo Dolores con voz cansada.
            -Sí, y tres metros de raíces bajo tierra -añadió Justa logrando que las dos volvieran a reír. 
            -Estas cosas solo se te ocurren a ti. No tienes remedio.
            -Pero cada vez se me ocurren menos. Una ya no tiene tantas ganas de risas como antes. ¿Te acuerdas de todo lo que nos reíamos cuando éramos jóvenes? Pero eso fue antes de la guerra, cuando todavía no teníamos penas ni estábamos tan cansadas. La vida es difícil para los que somos pobres, y el tiempo se pasa mientras se hace una vieja sin darse cuenta siquiera.
            Las dos callaron durante un rato, cada una rumiando sus pensamientos.
            -Ahora te toca a ti contármelo, Justa.
            -¿El qué?
            -Esa cosa que te pasa. Porque yo te conozco tanto como tú a mí, y sé que cuando machacas más de la cuenta en el mortero, es que algo te tiene en vilo.
             Justa la miró con los ojos hendidos de tristeza.
             -Enseguida te lo cuento -dijo al borde del llanto. -Pero antes voy a darle otra vuelta al puchero.

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