domingo, 3 de noviembre de 2013

Día de visita




            Juana la loca se negó a enterrar a su marido, fallecido en plena edad viril. La tercera hija de los Reyes Católicos vagó de pueblo en pueblo por los descampados de la meseta castellana, en un peregrinar nocturno y siempre llevando consigo el cuerpo muerto de su esposo, alumbrado por grandes hachones cuyas llamas oscilaban al viento mientras acampaba a cielo abierto, y ante la mirada atónita de todos aquellos que tuvieron ocasión de contemplar el macabro espectáculo. No había consuelo para ella y el dolor la llevó a la locura, y aunque nunca sería desposeída de sus títulos -reina propietaria de Castilla, Aragón, León, Nápoles y Sicilia-, su falta de razón fue la baza de la que se sirvió su hijo Carlos I para hundirla en el cautiverio durante más de medio siglo y ocupar su trono. Tal vez si a la reina Juana se le hubiera ocurrido pensar que aquel cuerpo junto al que vagaba ya no era su esposo, habría permitido su entierro y conservado la salud mental. Pero, ¿estamos en condiciones de juzgarla? ¿Es que no pecamos todos un poco de la misma locura? Nosotros enterramos a nuestros muertos por imposición legal y porque lo consideramos un deber cristiano. Sin embargo, ¿por qué vamos al cementerio si sabemos que allí no queda nada? No creo que nadie necesite ir para recordar a un ser querido, y se me ocurre que simplemente es una forma de consuelo. El dos de noviembre es el día de los difuntos, y son muchos los que aprovechan la festividad de Todos los Santos para llevar flores a los que se han ido y arreglar sus sepulturas. El cementerio no es extraño para nadie. Era apenas una adolescente cuando acompañaba a mi madre para poner unas flores sobre las tumbas de los abuelos. Siempre comprábamos un ramo de margaritas blancas en un puesto de la entrada, y caminábamos entre nichos alienados en bloques, entre losas viejas y gastadas diseminadas por la hierba, y entre panteones velados por imágenes de mármol; siempre en silencio y con cuidado, respetando el terreno de los muertos. Yo me detenía muchas veces a leer algunas de las inscripciones grabadas en la piedra: "A la memoria de mi amado hijo", " Tu esposa, hijos y nietos no te olvidan", " Siempre te recordaremos". Leía estas frases en ocasiones casi borradas por el desgaste del tiempo mientras pensaba en la persona que sepultaron bajo esa losa, y me preguntaba cómo abría sido su vida: si amó, sufrió o fue feliz. Ahora, soy yo quien va al cementerio a llevar flores a mis padres, y también me detengo a leer algunas inscripciones. La última vez, llamó especialmente mi atención una lápida reciente con la foto de la persona a la que habían dado sepultura. Se trataba de una joven muy hermosa y sentí una leve punzada de dolor. Y es que aunque la muerte siempre es triste, lo es mucho más cuando la persona tenía toda la vida por delante. Habían dejado un hermoso ramo de flores sobre su tumba con una tarjeta. Sé que no estuvo bien, pero fui incapaz de resistirme y moví un poco la pequeña cartulina para poder leerla. Decía, "Está siendo muy difícil vivir sin ti". Entonces dejé de pensar en ella para pensar en la persona que escribió esas palabras, y se me ocurre  que la desgracia no es de los que mueren, sino de los que se quedan. Me quedo allí, pensando en esa persona mientras recuerdo algunos versos del poema de Miguel Hernandez "Elegía a Ramón y Sijé".
          "No hay extensión más grande que mi herida,
          lloro mis desventuras y sus conjuntos
          y siento más tu muerte que mi vida."
 Después me dirigí despacio hacia la salida mientras dejaba atrás aque lugar para la piedra, para la tierra, para el polvo y... sí, también para el recuerdo, porque el olvido es la peor de las muertes.

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