martes, 26 de noviembre de 2013

Una nariz muy especial

Una nariz muy especial
Dicen que a Julio César lo que más le gustaba de Cleopatra era su nariz, y que es muy posible que de haber tenido un apéndice nasal poco atractivo, jamás se habría fijado en ella… y por absurdo que parezca, eso podría haber cambiado el curso de la historia. Imaginemos por un momento que la reina de Egipto era un adefesio, que también hay quien dice que lo era, y supongamos que el emperador romano hubiera pasado de largo al verla, ¿qué habría pasado? Pues es muy posible que César hubiera cambiado toda la estrategia militar ideada por su mente privilegiada, gracias a la cual, creó un imperio. Quizá ni siquiera habría existido ese imperio, o quizá sí, pero de otra manera. En cualquier caso, las circunstancias habrían sido distintas, y también distintos los muertos en la lucha. Así, si arrastramos otros hecho y a otras personas, ni se escribiría la historia de la humanidad que todos conocemos, ni la escribiríamos nosotros. Para bien o para mal, el presente que vivimos es solo posible porque se ha construido sobre un pasado intocable, donde ni siquiera el hecho más insignificante puede cambiar, ni la persona más anónima desaparecer. Así de importante es cada ser humano. Yo me pregunto cómo habría sido la otra historia, la que ahora se escribiría si Cleopatra hubiera tenido una nariz diferente. Pero no creo que hubiera sido mejor, solo de otra manera. Además, ¿qué clase de humanidad puede permitirse prescindir de Leonardo da Vinci, de Velázquez, de Shakespeare, de Einstein, de Fleming o de Miguel de Cervantes? Aunque también se habrían librado de Nerón, de Atila, de Hitler o Stalin. Por ese motivo, si volvemos la mirada al pasado, que solo sea para aprender de él. Es la única forma de no cometer los mismos errores. Así no descuidaremos el presente y, si es posible, mejoraremos el futuro

lunes, 11 de noviembre de 2013

Desmontando "Lo que el viento se llevó"





          Estos días se cumplen cien años del nacimiento de Vivien Leigh, la mítica actriz protagonista de la no menos mítica película Lo que el  viento se llevó. En mi modesta opinión, no es ni mucho menos  la mejor película de la historia del cine, hasta me atrevería a asegurar que ni siquiera se encuentra entre las diez más importantes. Sin embargo, no ha dejado de fascinar desde el día de su estreno allá por diciembre de 1.939. Desde entonces permanece en el pedestal de gloria cinematográfica por excelencia, y desde allí esparce su aura de leyenda alcanzado a todos aquellos que se han detenido al menos una vez en su vida a ver este drama amoroso marcado por la guerra de secesión norteamericana. ¿Por qué nos gusta tanto esta película? Para responder a esta pregunta, quizá habría que estudiar su historia, y no me refiero a la que se cuenta en la cinta, sino a cómo se gestó la criatura desde que solo era un proyecto hasta que vio la luz en un cine de Atlanta hace casi setenta y cinco años. En el verano de 1.936, se desata la fiebre literaria y dos fábricas trabajan veinticuatro horas al día imprimiendo ejemplares de la novela de Margaret Mitchell. En septiembre  ya se habían vendido más de 330.000 ejemplares, y uno de ellos fue a parar a las manos del productor David Oliver Selznick, que cayó rendido ante la historia. Sin embargo, las dudas se agolpan en su cabeza: no sabe si podrá comprar los derechos. Pero lo que más le preocupa es encontrar al guionista que sea capaz de resumir las 1.037 páginas de la novela sin dañar la historia, al director capaz de reflejar las pasiones que en ella se relatan y, sobre todo, debía encontrar a los actores capaces de hacer realidad esas pasiones. Toda América idolatra la novela, por eso sabe que la película solo puede ser amada u odiada, así que cualquier fallo o mala elección puede inclinar la balanza en un sentido o en el otro, sin término medio. Selznick era uno de los productores más poderosos de Hollywood, pero su empresa no dependía de sus decisiones, aunque presiona al consejo de administración y logra el visto bueno para la compra de los derechos por 50.000 dólares, que la escritora acepta. Todas las grandes productoras se mantuvieron al margen del proyecto, con lo cual, estamos hablando de cine independiente. Así fue como empezó la gran aventura de Selznick, seguramente la mayor de su carrera. Desde el principio tuvo claro que el protagonista debía ser Clark Gable, y que el director solo podía ser su compadre George Cukor, gran director de actrices que no tenía rival. En cuanto al guionista, se debatió entre los dos únicos que consideraba a la altura: Ben Hecht y Sidney Howard, optando por el último. Sin embargo, ni productor ni guionista conseguían ponerse de acuerdo a la hora de hacer recortes y eliminar aquellas partes de la historia consideradas prescindibles, debido a la diferencia de criterios. Y este era solo uno de los problemas; otro muy grave fue que Gable se negó a ser el protagonista. Al actor le horrorizaba decepcionar a todos los millones de personas que ya se habían formado su propia imagen de Rhett Butler. Solo consiguió convencerlo cuando le ofreció pagarle una prima de 50.000 dólares que Gable necesitaba para pagar el divorcio y poder casarse con su amada Carole Lombard. Después estaba el departamento de vestuario -había que crear 5.500 trajes-, exteriores, decorados... hasta hacer que el presupuesto ascendiera hasta 2.500.000 dólares, cantidad que el productor tenía previsto invertir en todos los títulos que su empresa rodaría ese año. Y por último, quedaba otro problema que Selznick no consideraba demasiado importante, ¿quién sería Escarlata? Durante 1.938 fueron entrevistadas 1.400 intérpretes y 400 llegaron a ponerse delante de una cámara. Paulette Goddar fue una de ellas y estuvo muy cerca de ser la elegida. Otra de las favoritas fue Bette Davis, pero ya estaba comprometida y había iniciado el rodaje de Jezabel, película también de tintes sureños. También se pensó en Katharine Hepburm, pero no se la consideraba lo bastante sexi, aunque de todas formas fue requerida para hacerle una prueba. Sin embargo, la temperamental actriz se negó alegando que a una actriz consagrada no se le hacen pruebas y que la llamaran solo para darle el papel. Otras actrices que pasaron por los estudios fueron Joan Fontaine, Claudette Colbert, Lana Turner o Joan Craufor, pero Escarlata seguía sin aparecer. No hubo problemas para elegir al resto del reparto y en seguida se decidió que Leslie Howard sería Aslhey. El actor británico odiaba el personaje, y solo la promesa de Selznick permitiéndole participar en la producción de intermezzo, logró convencerle. Para el personaje de Melania se intentó hacer una prueba a Joan Fontaine, pero la actriz dijo que le dieran el papel a la tonta de su hermana, y efectivamente, la contratada fue Olivia de Havillad. Así comenzó la gran rivalidad entre las dos hermanas, que han vivido siempre enfrentadas y cuyo distanciamiento llega hasta nuestros días. Se dice que si aún viven, es porque ninguna de las dos quiere ser la primera en morirse. Llegó la fecha de iniciar el rodaje y aún no se había decidido quién interpretaría a Escarlata. Selznick estaba desesperado y se decidió a rodar la escena del incendio. Mucha gente de los alrededores creyó que el fuego era auténtico y llamó a los bomberos, provocando que todo se complicara, y allí, en medio de aquel caos, apareció Myron, el hermano de Selznick con una pareja de actores recién llegados de Inglaterra. La belleza de Vivien Leigh resplandecía  a la luz de las llamas y así comenzó la leyenda. Su elección fue la más acertada, la mejor baza del productor, el pilar sobre el que se asentó el proyecto que iniciara aquel verano de 1.936, cuando decidió llevar a la pantalla la novela de Margaret Mitchell. Esto me lleva a creer que solo Selznick podía ser el productor, y que fueron sus decisiones inteligentes y acertadas las que lograron que Lo que el viento se llevó sea la película con más éxito de la historia del cine... aunque todo se puede mejorar. A mí, para empezar, no me gusta el título, que lo encuentro demasiado ñoño. Yo la habría titulado solamente Escarlata. Y sí, Vivien Leigh embrujó la cámara de Cukor, pero gracias a ese embrujo, pudo ocultar muchos errores de interpretación: demasiado expresiva en ocasiones, muy fría en otras, primeros planos donde sus gestos de niña mimosa no convencen en absoluto... El final de la película tampoco me gusta. Esa última escena de los dos, -Rhett, si te vas, ¿adónde iré yo? ¿Qué podré hacer? -Francamente, querida, eso no me importa. Puaf, un diálogo demasiado vulgar para una película épica. La realidad es que después de tantos años sigue despertando pasiones y jamás será indiferente a ninguna generación. El sacrificio que supuso para muchos de los que participaron en este proyecto no fue en vano. Sus vidas ya no volvieron a ser las mismas, en especial la de Vivien Leigh, que a pesar de haber llevado a cabo magníficas interpretaciones en otras películas, siempre se vieron ensombrecidas por su papel de Escarlata. Por otra parte, los celos profesionales de su marido Laurence Olivier, la hicieron muy desgraciada y acabaron con su matrimonio. Solo tenía cincuenta y tres años cuando murió. Escarlata sí supo enfrentarse a su destino, pero a Vivien Leigh se la llevó el viento.  

domingo, 3 de noviembre de 2013

Día de visita




            Juana la loca se negó a enterrar a su marido, fallecido en plena edad viril. La tercera hija de los Reyes Católicos vagó de pueblo en pueblo por los descampados de la meseta castellana, en un peregrinar nocturno y siempre llevando consigo el cuerpo muerto de su esposo, alumbrado por grandes hachones cuyas llamas oscilaban al viento mientras acampaba a cielo abierto, y ante la mirada atónita de todos aquellos que tuvieron ocasión de contemplar el macabro espectáculo. No había consuelo para ella y el dolor la llevó a la locura, y aunque nunca sería desposeída de sus títulos -reina propietaria de Castilla, Aragón, León, Nápoles y Sicilia-, su falta de razón fue la baza de la que se sirvió su hijo Carlos I para hundirla en el cautiverio durante más de medio siglo y ocupar su trono. Tal vez si a la reina Juana se le hubiera ocurrido pensar que aquel cuerpo junto al que vagaba ya no era su esposo, habría permitido su entierro y conservado la salud mental. Pero, ¿estamos en condiciones de juzgarla? ¿Es que no pecamos todos un poco de la misma locura? Nosotros enterramos a nuestros muertos por imposición legal y porque lo consideramos un deber cristiano. Sin embargo, ¿por qué vamos al cementerio si sabemos que allí no queda nada? No creo que nadie necesite ir para recordar a un ser querido, y se me ocurre que simplemente es una forma de consuelo. El dos de noviembre es el día de los difuntos, y son muchos los que aprovechan la festividad de Todos los Santos para llevar flores a los que se han ido y arreglar sus sepulturas. El cementerio no es extraño para nadie. Era apenas una adolescente cuando acompañaba a mi madre para poner unas flores sobre las tumbas de los abuelos. Siempre comprábamos un ramo de margaritas blancas en un puesto de la entrada, y caminábamos entre nichos alienados en bloques, entre losas viejas y gastadas diseminadas por la hierba, y entre panteones velados por imágenes de mármol; siempre en silencio y con cuidado, respetando el terreno de los muertos. Yo me detenía muchas veces a leer algunas de las inscripciones grabadas en la piedra: "A la memoria de mi amado hijo", " Tu esposa, hijos y nietos no te olvidan", " Siempre te recordaremos". Leía estas frases en ocasiones casi borradas por el desgaste del tiempo mientras pensaba en la persona que sepultaron bajo esa losa, y me preguntaba cómo abría sido su vida: si amó, sufrió o fue feliz. Ahora, soy yo quien va al cementerio a llevar flores a mis padres, y también me detengo a leer algunas inscripciones. La última vez, llamó especialmente mi atención una lápida reciente con la foto de la persona a la que habían dado sepultura. Se trataba de una joven muy hermosa y sentí una leve punzada de dolor. Y es que aunque la muerte siempre es triste, lo es mucho más cuando la persona tenía toda la vida por delante. Habían dejado un hermoso ramo de flores sobre su tumba con una tarjeta. Sé que no estuvo bien, pero fui incapaz de resistirme y moví un poco la pequeña cartulina para poder leerla. Decía, "Está siendo muy difícil vivir sin ti". Entonces dejé de pensar en ella para pensar en la persona que escribió esas palabras, y se me ocurre  que la desgracia no es de los que mueren, sino de los que se quedan. Me quedo allí, pensando en esa persona mientras recuerdo algunos versos del poema de Miguel Hernandez "Elegía a Ramón y Sijé".
          "No hay extensión más grande que mi herida,
          lloro mis desventuras y sus conjuntos
          y siento más tu muerte que mi vida."
 Después me dirigí despacio hacia la salida mientras dejaba atrás aque lugar para la piedra, para la tierra, para el polvo y... sí, también para el recuerdo, porque el olvido es la peor de las muertes.