jueves, 31 de octubre de 2013

El mayor deseo





          Cuando tu vida se encuentra en las tempranas horas matinales, o sea, durante la infancia, la forma de tus deseos está más y mejor definida de lo que nunca volverá a estarlo. Los niños saben bien lo que quieren y lo expresan sin dejarse intimidar por posibles consecuencias. Y están tan seguros de lo que piden o exigen, que es imposible negociar con ellos. Nunca se van a conformar, en todo caso, acabaran aceptando la negativa de los mayores porque son conscientes de la desventaja de su situación. Sin embargo, a medida que nos vamos haciendo adultos, cada vez que experimentamos un deseo, un sinfín de dudas nos asaltan sin piedad consiguiendo que nuestra fuerza se debilite, y con ella también nuestro deseo, llevándonos en muchas ocasiones a desistir. Un niño, con el poder de un adulto, conseguiría que todos sus deseos se cumplieran. A todos nos han negado algo alguna vez, en muchas ocasiones, con la vaga excusa de que era por nuestro bien. Pero aquel viejo deseo incumplido, siempre será una espinita en el corazón.


                                              UN VESTIDO DE ORGANDÍ AZUL



       Cuando vivía el general todas las niñas éramos viejas, por esa razón nunca nos mirábamos al espejo. Así no necesitábamos poner resistencia al ladrón invisible de la injusticia que nos robaba la edad. Igual que, a pesar de los reiterados pronósticos de una vida sin transcendencia, tampoco nos resistíamos a la torcida invitación de la pobreza. Cuando vivía el general, las casas no tenían balcones y los geranios no podían asomarse a la calle. Solo tenían pequeñas ventanas de madera pintada de gris descolorido, obligadas a permanecer cerradas para que no saliera la oscuridad, lo que no impedía la entrada sin licencia al frío afilado del invierno. Cuando vivía el general, las costumbres se vendían a granel y duraban para siempre. Nadie se atrevía a cambiarlas. Por el contrario, se las respetaba, incluso se las adoraba como a un dios pagano; a cambio, nos aseguraban una vida inocua. Cuando vivía el general, las muchachas buscaban marido. Los buscaban en todas partes: en los caminos, bajo los puentes, sobre los tejados, en los patios, en los pasillos...  Pasado el tiempo de la siembra, estos maridos se iban lejos y ellas hacían cola para tener niños con postillas que tiraban piedras a los perros. Y nos llenaban el aire con el olor impertinente de sus pucheros, y con sus risas excesivas que otras muchachas creían, porque después, ellas también buscaban marido. La calle donde vivía no tenía nombre de santo, ni de militar más propio para las avenidas. Tampoco de político reservado para otras calles principales, ni siquiera de artista, más utilizado en el barrio viejo. Y aun menos de conquistador, especialmente indicado para las plazas. La nuestra, era la calle de un tal Carlos Fernández Casado que nadie sabíamos quién era, y que después de muchos años, un día de casualidad, supe que se trataba de un ingeniero de caminos, distinguido por proyectar puentes basándose en no sé qué método. En el número cuarenta y cinco vivían Clara y su padre. Él era un hombre pequeño, que con voluntad y tristeza, trataba de construir con pocas y malas herramientas un mañana más venturoso que ofrecerle a la mujer que no tenía, la misma que se fue años atrás cansada de esperar ese mañana. Clara y yo éramos amigas. Las dos andábamos siempre juntas gastando el mismo pelaje y los mismos andares cuadriformes que nadie nos había enseñado. Lo que más nos gustaba era irnos hasta la estación del ferrocarril y ver llegar el tren. Clara escondía el deseo de ver regresar a su madre en uno de aquellos trenes cualquier día. Lo escondía sin saber que lo compartía conmigo, eso, y la resignación que insinuaban su mirada y su pequeña sonrisa cuando el tren se alejaba dejándola otra vez huérfana. En el treinta y ocho vivía con su hija un anciano menudo y gracioso al que se le acabó la vida antes que el tiempo, y al que le gustaba hacernos reír contándonos chistes del general. Un día, se sentó  en la puerta de su casa  a tomar el sol y se murió allí sentado sin que nadie lo advirtiera. Todos creyeron que estaba dormido y le olvidaron hasta la hora de la cena. Para entonces, el pobre viejo se había quedado hecho un cuatro debido al rigor mortis y no había forma de ponerlo derecho, así que hizo falta mucha fuerza para cerrar el ataúd… Una casa más arriba vivía una viuda con dos gatos tiñosos y desagradecidos, y un fantasma al que enseñó a espantar soledades. También recuerdo a Pedro, el muchacho algo retrasado que cuidaba vacas y hablaba con ellas porque eran los únicos seres que le escuchaban. Una tarde, Estrella, su favorita, se comió su chaleco de lana dejado sobre la hierba, y Pedro nunca más volvió a dirigirle la palabra. Al lado de la carpintería vivía una vieja de apariencia ridícula y echadora de cartas, que debido a los martillazos, se quejaba continuamente al carpintero. La vieja tenía mala fama en el vecindario porque se presentía una historia ilegal oculta en su memoria, por eso ningún vecino acudió nunca a su casa a pedirle que se inventara un futuro para él. Sí lo hacían las gentes de otros barrios cercanos, que  esperaban durante horas en una habitación reducida y oscura el turno de su sentencia. Manuela vivía en el número veintitrés, en una casa pequeña siempre al borde del derrumbe. Ella cambiaba los muebles de sitio cada día porque le parecía que así cambiaba de casa, pero con ello, lo que de verdad pretendía cambiar, era su mala suerte. Manuela estaba enferma de derrota. Lo había perdido todo y, cada noche, antes de dormir, olvidaba los rezos para contar sus penas al revés con la esperanza de que se volvieran alegrías.
               Una tarde, cuando caminaba por una calle que no era la mía, pasé delante de un escaparate donde un vestido de organdí azul, brillaba a través del cristal. Nadie me había prevenido contra la belleza y mis ojos se volvieron del revés. Después de esa tarde, me miraba cada media hora en el espejo, y me sentaba a esperar que me creciera el pelo, y quería abrir las ventanas, y adoptaba sueños huérfanos, vagos, sin futuro. Mi madre se preocupó tanto, que me regaba cada día con los mejores caldos. Pero eso no evitó que  languideciera, que me desgastara y me volviera borrosa como la imagen de una foto antigua. Tiene mal de amores, dijo una vecina que estaba siempre asomada a la ventana. Y era cierto. Yo amaba aquel vestido. Lo amaba con toda mi alma joven, con todo mi corazón virgen y con toda mi voluntad recién aprendida. Cada tarde tenía una cita con él. Me paraba todos los días a la misma hora delante de aquel escaparate de sueños improbables, y el tiempo se paraba conmigo. Y lo miraba. Y él también me miraba. Ambos nos mirábamos sin tocarnos a través del muro de cristal. No me marchaba de aquel lugar hasta llenarme con la carga ligera de un júbilo engañoso e inservible, que me esforzaba en alargar hasta el día siguiente. Pero una de aquellas tardes el tiempo pasó de largo…  ¡No estaba el vestido! Durante los días que siguieron, lloré su pérdida con lágrimas amarillas que me volvieron todavía más borrosa, tanto, que todos temieron que desapareciera. Y así pasaron tres semanas de intentos de renuncia, de aceptación definitiva de la realidad… hasta aquel mediodía del domingo de ramos. Los domingos eran siempre lentos, desconfiados, inseguros. Eran la insinuación de un tiempo soñado y prometido que caducaba antes de ser gastado. Nosotros preferíamos ignorarlos. Pero aquel no era un domingo cualquiera: era el domingo de ramos, y el mandamiento de la costumbre nos decía que debíamos estrenar la ropa de primavera. Yo estrené unas zapatillas rojas. Mi madre me las compró para no perderme en la luz –en la oscuridad todos somos invisibles–, y salí a la calle más creíble que otras veces.  Paso a paso caminé sobre la tierra arenosa y húmeda con cuidado, en el intento de alargar lo novedoso de aquellas zapatillas delatoras, gritonas, que no tardarían en ser viejas. Llamé a la puerta de Clara y casi enseguida me abrió su padre con su tristeza habitual, y su repetida decepción al comprobar que otra vez no era la persona que esperaba. Me dijo que Clara hacía rato que se había ido. Me extrañó. Los domingos, al salir a la calle, se dirigía a mi casa antes que a ningún otro sitio. Siempre daba dos golpes tímidos sobre la madera vieja y  siempre sabía que era ella, pero esta vez debió pasar frente a mi puerta sin detenerse. Bueno, me encogí de hombros y fui a buscarla. No fue necesario andar mucho porque allí, al final de la calle, estaba Clara y… llevaba puesto mi vestido de organdí azul. Entonces supe por qué no fue a buscarme. Yo le había hablado del vestido, de sus formas, de su brillo y de mi amor imposible por él. Un día, incluso la invité a verlo. No pareció gustarle. Solo lo miró unos segundos, insuficientes para recordarlo. Parecía una princesa que se hubiera equivocado de camino al regresar a palacio para encontrarse sin desearlo en un lugar impropio, fuera de los márgenes que limitaban su mundo conocido. En torno a ella se fue formando un círculo de caras: las de los niños con postillas, las de sus madres sin los maridos,  las de Manuela, y Pedro, y la echadora de cartas, y el carpintero, y mi madre, y los otros que no he nombrado. Todos eran resucitados que exigían una explicación por habérseles despertado de su sueño eterno y mostrado una realidad que se habían propuesto mantener oculta. A partir de ese día no habría oportunidad para el engaño, ni espacio suficiente para tantas formas de mentira indispensables. Todos la miraban. Eran un puñado de ojos que miraban con odio la belleza, conscientes de que jamás podrían poseerla, pero tampoco renunciar a ella, y eso les condenaba a perseguirla de por vida. Yo, que hacía tiempo que había despertado y, por tanto, comenzado a cumplir mi condena –esta cadena perpetua de deseos incumplidos–, no sabía qué sentir por Clara. No sabía si odiarla o compadecerla, así que opté por ambos sentimientos, y durante un minuto la odiaba y al siguiente la compadecía. Me esforzaba en no alejarme de allí, en no abandonarla definitivamente a la justicia de aquellos seres a los que había arrojado a la cara su miseria. Sin embargo, después de unos cuantos minutos de odio y compasión, me hice retroceder, y los otros también retrocedieron, y regresamos a nuestras casas para refugiarnos, para avergonzarnos en secreto, para idear un plan. Y fuimos las presas fáciles de una vida desesperanzada y absurda. Éramos los hijos de la trampa, los condenados a mirar siempre de lejos la tierra prometida, los residentes en la calle Carlos Fernández Casado, por donde nunca pasa la buena suerte. 

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                                                                                                                      Marga Guiberteau


                                                             

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